jueves, 22 de junio de 2006

La sed

Edvard Munch "Vampire"

Cómo se me instaló esta sed en la sangre, ya ni sé. Cómo es que nos hemos hecho adictas a cualquier fluido de hombre triste es algo que se nos ha olvidado, acaso ya ni nos importa. Pero lo cierto es que esta sed la llevamos hincada en el ADN. Sin bebernos las gotas de tristeza de un hombre despechado nos marchitamos.

Somos cuatro, o fuimos cuatro, hasta ahora. Las cuatro padecemos-gozamos de la misma enfermedad, compartimos esta sed y compartimos también un código de honor: está prohibido involucrarse sentimentalmente, y quien ya está saciada deja libre a la víctima por más apetitosa que se vea, tiene que cederla para que sirva de alimento para otra.

Los hombres que están demasiado rotos, demasiado desechos, demasiado vueltos trapo, son mi especialidad. Las chicas acaban por ponerse nerviosas, se van de bruces y los succionan toditos o se indigestan de tan denso que es ese dolor del que se atragantan.

A él lo encontramos la primera vez en el baño de damas.

Los bares son buenos lugares para ir de caza. Para las mortales y para una. Las mortales buscan hombres guapos y divertidos, buscan al macho alfa que les corone la noche. Nosotras somos distintas. Buscamos al macho fuerte en el más destruido, al que nadie se acercaría, al que se cae de borracho, al que ya no tiene fuerzas ni siquiera para taparse la cara mientras llora a lágrima viva, al que hunde la quijada en el pecho, al que tiene peor cara, cara de pedir perdón sin haber hecho nada. Ese es el nuestro.

Nos fuimos las cuatro al barcito decadente de Alphabet City, como tantas otras veces. Y como tantas otras veces no encontramos nada de especial. Un par de prospectos para saldar la cena, otro más sobre la barra que quizá esté más a punto para mañana, pero poco más. K. fue la primera en entrar al baño, yo iba dos pasos más atrás. Abrió la puerta del cubículo, con las medias bajadas ya hasta los tobillos, cuando gritó con el estómago: “¡Mierda!”. Me asomé al interior, vi lo que ella veía, lo comprobé: “Sí, eso es lo que es. Deja que yo me encargo”. Allí estaba él, sentadito sobre la taza, con aquella tristeza sólida que lo desbordaba como para sorbérsela a besitos.

Le amasé los cabellos, le limpié las lágrimas con la punta de la lengua, le quité despacito la ropa y a cada intento que hizo por hablar lo callé de un beso. No sé qué me pasó; pero no tuve paciencia para llevármelo a otro lado, esa noche me lo pensé poco. Esa noche comí sin hambre, cosa mala. Y extrañamente fue la noche en la que más disfruté de la hartada. Me lo tragué completo, lo dejé seco, limpio, pulido y brillante. Salió ese hombre confuso pero radiante de aquel baño. Yo salí un poco más tarde, y cuando crucé el umbral me di cuenta de que era yo quien había quedado triste.

Al día siguiente lo busqué en el mismo bar. Lo encontré esta vez en la barra, seguía triste pero menos que ayer. De alguna manera supe que me estaba esperando, aunque nada me dijo. Entramos al baño de damas, en silencio, nos encerramos en el mismo cubículo. Me sacié de cada flujo que dejó escapar y dejé que bebiera de mí. Estaba rompiendo el código de honor, lo sabia, pero una necesidad más grande que el hambre mandaba sobre mí.

Nos vimos durante meses; pero no siempre nos devoramos en el baño. Acepté ir a su cama. Más grave aún, acabé por meterlo en la mía.

Y fue allí cuando comencé a marchitarme. Me empecé a morir de hambre. Ya no quería saciarme con ningún otro hombre triste de la ciudad, yo quería alimentarme sólo de él. Pero él ya no estaba triste, ya no era un hombre despechado. Sus flujos eran vivos, alegres, coloridos. Líquidos de hombre enamorado. No eran más los humores tóxicos de un corazón enfermo. Me estaba muriendo. Me estaba suicidando de a poco. No sólo eso, me estaba matando él.

Entonces descubrí mi maleficio. Se me vino la idea clara una noche, cuando después de devorarnos vigorosamente se acostó como un chiquito sobre mi pecho y, en posición fetal, se quedó dormido. Estaba condenada a romperle el corazón. Mi misión era volverlo mierda, despecharlo, hacerlo un trapo húmedo de tristeza. Tenía que encargarme de matarlo de dolor, para luego volverlo a conquistar.

Esa misma noche lo desperté para decirle que amaba a otro. Que no lo quería a mi lado ni hoy ni nunca. Que necesitaba un tiempo, que estaba confundida, que no estaba lista para amar a un tipo como él, ni para una relación como la que él exigía. Esas cosas, las que dicen todas, las que se saben todos por defecto. “Recoge tus cuatro cosas y te vas. Hazlo rápido y para siempre”.

Dejé que su dolor y su odio le maceraran durante varios días, dejé que la bilis le inundara de viscosidades amargas cada rincón de su organismo. Durante algunas semanas me busqué a otros hombres tristes para calmar la sed, con eso palié la abstinencia. Sobreviví.

A él lo encontré, por supuesto, en el baño de damas del bar. Yo dije “Mierda” cuando abrí la puerta del cubículo. Era un caso extremo, incluso para mí. Allí mismo, en ese metro cuadrado, lo consentí, le sorbí la pena a gotitas, lo devolví a la vida. Y supe que la escena -si tenía suerte, si él me lograba perdonar hoy, y luego una y otra vez- se habría de repetir idéntica, aunque cada vez con mayor dolor, por el resto de nuestras vidas. Esa sería la única manera de que cada uno conservara la suya.

Hace tiempo que lo espero aquí, sentada sobre la taza, en este baño de damas. Pero él nunca más volvió.

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