martes, 27 de marzo de 2007

Marcianos en Caracas


“Los marcianos no aterrizan en Caracas. Los marcianos nunca aterrizarán en Caracas”. Repetía el tipo una y otra vez. En los mil días que me pasé allá tuve que escuchar la frase por lo menos quinientas veces. Lo que arroja un promedio preocupante de un día sí, un día no. Algún infeliz se lo había enseñado en la escuela de cine y al tipo se le quedó grabado como una verdad absoluta, como un axioma que se da por cierto sin necesidad de explicación. Porque los marcianos invaden Nueva York y hacen volar al Empire State, porque a los marcianos les fascina partir por la mitad a la Estatua de la Libertad, porque los marcianos se dan durísimo contra el Big Ben de Londres, o se ensañan contra la Sagrada Familia de Barcelona, le disparan con furia a Montmartre o a la torre Eiffel en París o estacionan las naves en medio del Coliseo romano; pero en Caracas nunca, para qué. Qué feo y que chimbo, decía, por eso es que uno no se puede poner a inventar, los marcianos jamás en la vida invadirán Caracas. Lo repetía sobrio y borracho, caminando por la montaña o amaneciendo, flanqueado por los mismos cuatro contertulios de siempre o rodeado de extraños. Yo me quedé siempre callado. Si acaso respondía con la sonrisa cabizbaja que esboza uno de cara al piso cuando algo te da vergüenza. Porque en el fondo lo que me provocaba decirle era: Coño, güevón ¿y por qué no?

Yo siempre he soñado desde niño que los marcianos llegan a Caracas. Confieso que sigo soñando con la idea. No sé por qué los escritores venezolanos siempre han tenido un prurito con el tema. Será porque la ciencia ficción se les antoja asunto de freakies o de niños. O quizá porque somos demasiado modositos, demasiado correctos con eso de que quien le pega a su familia se arruina. Meterse con una nave espacial en la plaza de los museos es como romperle un piecito al niño Jesús. Es como decir que Bolívar está hiperinflado por la historia. Con eso uno no se mete. Pero sería hermoso. Sería de verdad alucinante ver la nave nodriza sobrevolar el Ávila. Ver que el platillo volador orbita sobre el Obelisco de Altmira, o le hace sombra al reloj de la Previsora. Que de pronto toda la autopista con sus millares de carros atascados en la hora pico se quede a oscuras cuando un gigantesco OVNI se desplace despacio hasta estacionarse en el aeropuerto de la Carlota.

Hay un cómic de finales de los años 50 que es un clásico de la historieta argentina, El Eternauta, de Héctor Germán Oesterheld, ilustrado por Francisco Solano López. Allí los extraterrestres llegan a Buenos Aires, recuerdo que hay una hermosa viñeta donde una nave invasora dispone sus cañones contra el gran obelisco de la 9 de julio. A los argentinos ya hace 50 años que no les da pena aceptar que los marcianos sí que llegan a Latinoamérica. Y estos que llegan en El Eternauta causan un lío terrible, pues casi toda la población de Buenos Aires muere bajo les efectos de una misteriosa nevada radiactiva. Sólo unos pocos sobrevivientes, hermanados en un fascinante héroe colectivo, logran repeler la invasión.

Me fascina y obsesiona la idea de imaginar a los extraterrestres intentando invadir esta tierra de los comedores de arepa. No sólo porque estéticamente es un reto hermosísimo -insisto en la imagen de una gran nave espacial sobrevolando al Ávila- sino además porque acaricio algunas ideas de cómo se frustraría la invasión con armas típicamente locales. HG Wells los mató con el virus de la gripe después de agotar todo el arsenal bélico en La guerra de los mundos. Tim Burton los aniquiló con música a todo volumen en Mars Attacks. En Marciano vete a casa de Frederic Brown los marcianos se van decepcionados, muertos del aburrimiento, luego de que los humanos –animales de costumbre, al fin y al cabo- acaban por habituarse a ellos y ya nadie en la familia se sorprende ni se asquea porque a la hora de la cena un marciano saboteador insista en vomitar el tazón de la sopa. En Venezuela, estoy seguro, no será un virus, ni la música –aunque mosca ahí con el reggaetón-, ni el aburrimiento. En Venezuela los aniquilará la frustración. La duda existencial, eso será.

Porque esos panas llegarán aquí y cuando saquen sus tanques oruga, sus súper máquinas de invasión terrestre, van a volverse mierda con los huecos de Caracas. No hará falta ni echarles un petardo, ellos solitos caerán en uno de los 25 huecos de la Avenida Victoria –aunque Freddy Bernal diga que sólo quedan 11 sin tapar en toda la ciudad- y se les quebrará la punta eje, se irán de bruces contra el poquito asfalto que queda. O se quedarán colapsados en plena Autopista del Este, a cualquier hora y en cualquier dirección que se les ocurra ir, y tendrán que negociar el paso con un fiscal de tránsito vestido de tamarindo, único dueño del poder, el único portador del magnánimo gesto de: “tú pasas, tú no, tú te me paras ahí y te me quedas calladito hasta que a mí me dé la perra gana”. O serán asaltados por malandros invisibles, muchísimo mejor armados que ellos, que surgen de la nada y en la nada se pierden dejándolos si acaso en ropa interior y con 5 mil bolos para que se paguen el pasaje o llamen a su mamá. O se volverán un nudo de confusión, una estopa arañada por un gato, cuando lean en el periódico que un asaltante fue muerto a manos de un guachimán que le pegó tres veces con un tolete de cinco quilos de queso de año por la cabeza. O cuando se les ocurra pintarle una paloma a un motorizado y entonces en menos de un segundo una nube de sus congéneres, una horda de avispas metálicas, les tranquen el paso, les escupan, les den cascazos (cuando los tengan) “y qué pasó apá, te me vas a rebelá, vente malciano e’ mielda vamos a dano, qué es lo ques, ay maricón, mira apá, éte malciano e’ gulda e’ jeva, rolo de algolla”. Y, ya en la calle o por la tele, se percatarán de que ni siquiera es posible destruir el idioma, que los criollos ya se hicieron cargo, que aquí hasta las groserías, hasta las palabras disonantes, están doblemente mal dichas. Que mierda el mielda, que verga es belga y que el verbo adquirir es de imposible conjugación por decreto presidencial. Mientras el verbo regalar tiene connotaciones que no se conocen en ninguna otra parte del universo, gracias al mismo decreto.

Y cuando vean una sesión del congreso o cuando vean al gabinete de ministros, dirán: “¡Coño, pana, pero estos no son fulano y perencejo, estos panas vinieron en las primeras invasiones que fracasaron hace aaaañooos!”. Acabarán los pobres invasores desperdigados, enloquecidos como indigentes, caminando entre las ruinas y el basural de algo que no contribuyeron ni un poquito en destruir. Confusos, perdidos, mezclados con los aborígenes sin que haya un ápice de diferencia. A lo mejor algún marciano reconozca a uno de sus congéneres mientras fuman piedra o huelen pega debajo del puente de los Chaguaramos:

-Perdona, eres tú terrícola o invasor.
-No sé… no me acuerdo, pero chavista será el coño e’ tu madre.

Y algo silencioso les hará saber en ese instante que una vez más la invasión milenaria ha fracasado.

lunes, 19 de marzo de 2007

Leni ¿por qué?

A mí pocos ídolos me despiertan sentimientos tan encontrados. Poca gente me hace rebotar frenéticamente entre la fascinación y la animadversión. Sólo personajes como Leni Riefenstahl y Diego Maradona me hacen confundir el ademán del aplauso con la mueca del susto. Los héroes despreciables son una raza extrañísima. Y cada quien tiene su selección de dos o tres muy personales.

Leni era guapa y talentosa, comenzó siendo una simple actriz pero con ambiciones. Dicen que la jovencita se atrevía a decir a sus directores cómo mover la cámara, sugería encuadres, brincaba del escenario para asomarse por el visor de la cámara y hacía ajustes al plano. Quiso la mala fortuna que en el año 1932 se topara cara a cara con un tal Adolf Hitler y quedara estremecida ante el rabioso discurso del Führer. La bella cayó prendada a los pies de la bestia y le ofreció sus servicios, y de allí surgió una película tan abominable como importante, tan hermosa estéticamente y tan rica cinematográficamente como obscena en sus planteamientos: “Triumph des Willens” (El triunfo de la voluntad, ya sabemos la de quienes).

Más tarde la Riefenstahl terminaría por asumirse como la cineasta de propaganda del nacional socialismo y dirigió una película en dos partes sobre las Olimpíadas de Berlín: La fiesta de las naciones y La fiesta de la belleza. Son filmes superlativos, aún más hermosos y más patéticos que El triunfo de la voluntad.

Algunos aseguran que la Historia de Occidente acabó con la Segunda Guerra Mundial, que el paradigma de evolución se vio truncado para siempre cuando todas las ciencias y las artes, toda la inteligencia de la humanidad, se puso al servicio de un grandísimo acomplejado, un gritón resentido, un bruto encolerizado con delirios de grandeza y maldrogado con los vapores hediondos de su propio poder. Adorno aseguraba que la modernidad también había muerto en Auschwitz.

Leni fue, sin duda, una de los más grandes cineastas –sin distingo de género- de la historia del cine. Pionera en sus encuadres, sus movimientos de cámara, su don para fotografiar, su genialidad para seguir el movimiento de los cuerpos como nunca antes nadie había imaginado que el cine podía hacer, su frescura para cambiar las velocidades, su tino para hacer comulgar al cine con la ópera, al deporte con la danza. Y uno, al ver que toda esa belleza no estaba sino al servicio del horror, no puede hacer otra cosa que preguntarse: Leni ¿por qué?

Y Leni Riefenstahl, estoy seguro, se pasó el resto de la vida haciéndose la misma pregunta. Se la habrá preguntado muchísimo en sus larguísimos 102 años de vida. Se lo habrá preguntado cada bendito amanecer. Sobre todo cuando decidió en los años sesenta mudarse al África para fotografiar durante millares de días a la tribu Nuba –enamorada y fervorosa ahora de esas pieles negras, de la hermosura especial de las tribus primitivas del Sudán-, o se lo habrá preguntado aún más cuando decidió hacerse fotógrafa de tendencias para aparecer sonriente al lado de Mick Jagger y su esposa Bianca, y se lo habrá preguntado más aún cuando decidió volver a un Sudán infesto por la sangre y la guerra para salvar a sus queridos Nuba y entonces se cayó el helicóptero donde iba y a pesar de la multifractura, a pesar de los 70 años ya a cuestas, sobrevivió después de una convalecencia de meses. Y se lo habrá preguntado también bajo el mar, cuando decidió mentir sobre su edad para que le dieran el certificado de buceo y así poder filmar su película ensayo “Impresiones bajo el agua” (2002) relacionada con la vida submarina, con las posibilidades de una humanidad del futuro que viviera debajo de los océanos en maravillosa y armoniosa convivencia con la fauna submarina. Eso fue lo último que hizo, a los cien, llena de cicatrices y de clavos (los físicos, los emocionales).

Ahora doña Riefenstahl vuelve a asomarse en este mundo -su fantasma ha sido invocado en una curiosa sesión espiritista-, gracias al videoclip de “Cocaine”, una perla de la banda alemana Northern Lite. Si mal no recuerdo el clip está hecho con retazos de “El blanco frenesí” (título que da para muchas acepciones y de toda índole) lo que sería la última película de Leni como actriz. Y donde más se dice que logró seducir al director para que filmara el asunto como a ella le daba la real gana. Justo después de esto conocería a Hitler y ya nada sería igual.

Esa es Leni. La que huye, salta, corre, se desliza, se escabulle. Es atormentada por quienes la quieren cazar, hasta que acaba por adentrarse en un hueco. Así, tragada por la nieve –o por el “blanco frenesí”-, desaparece bajo tierra. Y uno cree entender finalmente porqué.

martes, 13 de marzo de 2007

Delirio de simulación.


No logro dar con la cita. Reviso una a una las páginas de los libros que he estado leyendo esta semana y no aparece. Desapareció, se esfumó, se movió para otra página. Estoy comenzando a sospechar que se trata de un complot. Salió la página corriendo en medio de la noche y se coló, de costado, hundiendo la barriga, entre los tomos VIII y XIX de la Enciclopedia Quillet. O se soltaron las manitas las letras de ese párrafo, decidieron romper con la tensión molecular que las mantenía acostadas en perfecta formación sobre el papel y huyeron en plena madrugada. Saltaron al vacío, hicieron rapel, algunas se inmolaron con las bocas abiertas contra el filo de las baldosas del suelo. He llegado a incluso a pensar que se achicaron y se comprimieron, se rodaron hasta el borde inferior de la hoja y se están haciendo pasar por nota al pie de página. Las muy farsantes. Ellas también fingen, eso es.

Sin embargo, como un médium que intenta cazar el espíritu de las palabras, voy a invocar de memoria al fantasma de la cita: “Hay que enfrentar con cuidado un delirio de simulación, por ejemplo el de los locos furiosos capaces de fingir docilidad o el de los idiotas capaces de simular gran inteligencia”.

Es decir, no nos puede constar la inteligencia de nadie. Jamás tendremos certeza de que alguien es inteligente o si es un imbécil dándoselas de brillante. Desde que leí la cita comencé a pensar en tres o cuatro personas que siempre me han confundido un montón. Seamos honestos, Usted también las tiene, sus tres o cuatro inteligencias bajo sospecha. Gente que tendemos a meter en el saco de los genios aunque una inexplicable intuición nos hace pensar que no, que más bien están fugados del saco de todo lo contrario.

Si fuéramos de verdad más inteligentes -en vez de empeñarnos tanto en aparentarlo- no nos dejaríamos embaucar por tanto cretino con ínfulas, con tanto idiota con delirio de simulación. Tendríamos más bien una extensa gama de guionistas de programas humorísticos, un variopinto espectro de payasos más o menos tragicómicos. Y nos quedarían uno o dos líderes políticos verdaderos, dignos de ser relevados cada cuatro o cinco años.

Joder, dónde se habrá escondido la cita farsante esa. Típico que la encuentro y ya se cambió el disfraz, seguro que ahora pretenderá fingir que decía otra cosa.

viernes, 9 de marzo de 2007

Múm

No recuerdo fechas ni me quedé con el billete, sólo guardo la idea de que era de noche y era invierno, ah, y que el concierto era en un lugar llamado Razzmatazz 2, justo en ese punto en que Barcelona es exactamente igual a la zona industrial de La Trinidad, donde uno tiene el temor certero de que abriendo la puerta de un galpón cruzas el umbral y apareces en un semáforo de Caracas. Estoy seguro de que tiene que existir un punto, un área común, en el que la cocina de un restaurante de tapas de Poblenou es la misma que la de una arepera de las Mercedes.

Acabé yendo porque Luz, una amiga de la que sé hoy muy poco, me sonsacó: “Vamos, güey, que va a estar padrísimo. Si no los vemos ahora quizás no los veamos nunca más”. “No, Lux, yo no tengo dinero, me quedan como 40 euros en el banco”. “Ándale, Chamo, que si quieres te convido y luego luego nos arreglamos”. “Ok, vamos, pero yo me pago mi vaina”. Y menos mal que me convenció.

Me pasé dos horas con el corazón atascado en el esófago. Le debí a estos islandeses de Múm uno de los instantes más sobrecogedores de los que tenga memoria. Había una rubia como de 14 años que tocaba un violín que era al mismo tiempo una trompeta, con la vibración de las cuerdas el aire expelido soplaba por la boquilla y sonaban ambos instrumentos a la vez. El chico de la guitarra –un joven que parecía no pasar de los 16- tocaba también el xilófono con la misma soltura de quien tamborilea con los dedos sobre la mesa. El bajista ocupaba la boca con un piano miniatura que funcionaba también como una flauta. El baterista no tocaba una batería –al menos no una oficial- sino que inflaba globos de feria de esos para hacer perritos y espadas y los agitaba como una honda o una boleadora que zumbaba sobre platillos, tubos, campanas, o que emitía un dulce chasquido sobre los micrófonos. Todos estaban armados con unas campanitas artesanales llenas de luz, y cada quien hacía tintinear la suya en distintos momentos. Y finalmente ella, la cantante, una chiquita ronca que provocaba subirse al escenario para abrazarla, ella, con su vestidito negro salpicado de flores y su greñero sobre la cara, alternando su acordeón en la espalda con su bajo sin trastes al frente.

Me sentí convidado a un espectáculo de circo minimalista. A presenciar un juego de niños que se da cita en el garaje de papá (y con sus herramientas prohibidas), justo a la hora de la siesta, mientras afuera cae una tormenta de nieve.

Volteé, aún sin aliento, justo después del final apoteósico, mientras los pequeños islandeses saludaban –con una naturalidad pasmosa, como si acabaran simplemente de romper una piñata y los niños aún se repartieran los caramelos, acaso como si los aplausos no tuvieran nada que ver con ellos- a la nutrida colonia de compatriotas y foráneos que les hacía reverencias y merecidos salves desde abajo, volteé para buscar a mi amiga Luz con quien no había intercambiado ni una palabra durante esas dos horas de trance. La encontré con los ojos cargados de lágrimas, limpiándose la cara con el dorso de la mano, aprovechando un bordecito de suéter. Y me reí, no tanto por lo cómico sino más bien aliviado porque alguien se había atrevido a derramar las lágrimas que mi cobardía de hombrecito me había impedido soltar. Sí, atreverse llorar simple y llanamente porque algo nos resulta especialmente hermoso. Le solté una risotada en la cara, a la que contestó en chilango rabioso, absoluto, y sin dignarse a verme.

- Deja de chingar, cabrón. Si esto sale de aquí te voy a dar un madrazo.

Pues ya lo conté, Luz, la culpa la tuvo este video que me topé hoy buscando otra cosa. Ahora faltará que me des el madrazo. Te propongo que sea en otro concierto de Múm, me importará poco y me dolerá aún menos.



A este track de Múm le debo alianzas musicales con un gentío de mi más profundo afecto.

sábado, 3 de marzo de 2007

Metáfora Oficial

Dice el grandioso escritor argentino Ricardo Piglia, que durante la dictadura de los milicos en Argentina el discurso oficial utilizaba una metáfora para explicar lo que hacían: “La Nación está enferma de una especie de tumor, de ese cáncer que es la subversión, y nosotros debemos operarla”. Operarla sin anestesia hasta el hueso, decía textualmente el General Videla. Y en cierta forma los militares construyeron una metáfora quirúrgica. De una manera encubierta y alegórica confesaban el mecanismo de horror que habían puesto en marcha. Porque realmente hablaban, aunque sin decirlo, de cuerpos desnudos sobre camillas metálicas, de las carnes laceradas por las destrezas de sus verdugos, de la sangre que corría por el alcantarillado, los aparatos de terror que penetraban y ultrajaban esos cuerpos, de salas de tortura similares a quirófanos donde extirpaban sin anestesia “el mal” de los cuerpos subversivos. Para que aprendan, para que se curen, para que no nos sigan enfermando a la Nación.

Los vencedores escriben la historia, ya lo sabemos, pero Piglia sostiene que toda una trama de relatos se teje en los territorios de los vencidos y los testigos. Que a la Historia Oficial se contraponen los relatos mínimos que la confrontan, la sabotean, la ponen en duda. Relatos como pequeños alacranes que se le suben a los tobillos oficiales, que le clavan aguijonazos –lúcidos, impecables, mordaces, cargados de sano veneno-, los ponen nerviosos, les desatan la paranoia, les hacen arrancarse los uniformes, las medallas, las charreteras tejidas de dorado para salir corriendo como adolescentes histéricas. La Historia Oficial de los cirujanos es dinamitada y puesta bajo sospecha cuando se detonan, por aquí y por allá, una hemorragia indetenible de relatos inmunes a las puntadas; los relatos de los pacientes negados a curarse junto con aquellos de los testigos que vieron y saben otras cosas.

No se me ocurre nada feliz cuando intento desenmascarar el discurso encubierto bajo la metáfora de lo rojo rojito, o debajo de esa propaganda oficial que nos machaca con que con Chávez manda el pueblo y que Venezuela ahora es de todos. Un relato subyacente nos hace concluir que todos deberíamos sentirnos encarnados por un solo hombre. Que Chávez es el pueblo. Este país soy yo, dirá el militar. Como lo dijo (otro militar) el propio Videla, o tal como lo sostuvo Luis XIV desde su trono absoluto. Ah, y un tal Calígula, un poco antes, en tiempos de Roma. Similar a una siniestra certeza que nos susurra –como una voz ahogada debajo del grito histérico e histórico de los vencedores- que lo colorado no está en las gorras, las chaquetas y las banderitas. Que verdaderamente rojo duele y salpica; pero lamentablemente de eso nos tocará contar –y curar- más tarde.