jueves, 10 de enero de 2008

Épica mínima del tonto urbano


U salió de casa y al pisar la calle se colgó los audífonos y subió el volumen al aparato. Escogió el camino de la izquierda, el más pedregoso, el empinado, el menos transitado. Pensó: “por qué será que nunca te buscas la más fácil”. Caminó un rato, inmerso en su banda sonora privada, pocos metros más arriba descubriría que la carretera de concreto daba lugar a un camino de tierra; siguió subiendo, levantando el polvo a su paso, y en la primera curva encontró dos gruesos montículos de arcilla molida rebosantes de hormigas negras en frenético ataque de construcción. Se le antojó estar en presencia de uno de los hormigueros más grandes del mundo. Al sentir que los primeros insectos comenzaban a cosquillearle ascendentemente por la espinilla dispuestas a morderle la carne del muslo decidió que era momento de continuar su camino. Pasó por una segunda curva, con todo el sol del mundo en la cara. Se le borró el camino, se le borró el borde del precipicio, se le borró el pensamiento. En esa curva, lo supo, sólo cabía el sol. Nada más que el sol. A ciegas, con el cerebro envuelto en un halo azul, llegaría entonces a la entrada del bosque flanqueada por una máquina amarilla; una planta eléctrica o acaso una bomba hidroneumática, en cualquier caso, fuera lo que fuera, era gigantesca y orinaba aceite negro por debajo de las faldas metálicas. En puntas de pie bordeó el charco infesto y se adentró en el bosque. Una serpiente negra, enrollada bajo las sombras de la máquina lo esperaba al otro lado. U dio un brinco, puso la mayor cantidad de tierra y arbustos entre él y la culebra; entonces descubrió con alivio y vergüenza que la serpiente no era tal, que era una simple manguera rota dibujada con una trama de recuadros blancos similares a escamas. Parecía un tentáculo mutilado que alguien le había cortado malamente a la máquina para luego dejarlo tirado allí.

Seguiría U adentrándose por el sendero del bosque, bajó el volumen de la música para escuchar mejor la charla de los pájaros, los murmullos de los animales agazapados tras la maleza, algo que no se ve pero que se rompe, eso invisible que se despeña. Se adentró en ese reino donde de pronto las plantas se empiezan a parecer a animales y los animales a plantas. Llegó a un claro donde se levantaba un gigantesco árbol seco sobre cuya rama descansaba un zamuro, grande y orgulloso como un buitre. Deseó U tener una cámara para registrar el momento, o, mejor, tener el poder para acercarse a los zamuros como si fueran perros nobles para sobarles el cogote con un par de palmadas afectuosas. Y como el zamuro no se intimidaba ni mostraba asomo de nerviosismo el hombre se acercó. Se acercó tanto como pudo hasta que el animal abrió las alas las batió tres veces y se lanzó al vacío. Se quedó U un rato junto al árbol viendo al pájaro oscuro planear contra el sol. Y le dieron ganas de bailar un poco. Quizás lo hizo en secreto, pero eso nadie lo sabe.

Decidió volver a casa, ya era tarde, seguro y comenzaban a preocuparse. Pero algo le mordió el talón, luego el tobillo. Pensó en un escorpión, quizás una avispa. Bajó, no sin pánico, la vista hacia sus pies; se rió de sí mismo, eran simples cadillos. Haciendo pinza con el pulgar y el índice se dispuso a sacar los cadillos que le mordían las piernas y se aferraban como garrapatas al algodón de las medias. Pero los cadillos, diminutos erizos verdes coronados con espinas rojas, eran tenaces. Se pinchó los dedos hasta sangrar. Se dijo: “estos son mutantes, radiactivos, los cadillos que yo conocía de niño eran verdes y no puyaban tan duro”. Logró arrancar a los más tozudos, emprendió el regreso a casa cojeando un poco y con la mano presa del escozor. El camino de bajada era amplio, soleado, de una arcilla rojiza compacta que de pronto tenía destellos. Se acercó a ver qué era aquello que brillaba y se maravilló al descubrir que se trataba de una piedra de cuarzo, una que a la naturaleza se le había antojado diseñar en forma de cubo. La desenterró, la sopló, la acarició con esmero entre sus dedos, a pesar de que el pulgar seguía entumecido, caliente, palpitante. “Me la llevaré a casa y le diré: mira lo que traje para ti”. Y cuando más absorto estaba en ver cómo se filtraba la luz del sol por entre los dibujos del mineral translúcido sintió el primer ataque. Un tordo en vuelo rasante le había despeinado la coronilla. U siguió con la vista a su agresor, desprevenido de un segundo ataque lanzado por otro pájaro que viniendo por la retaguardia casi le arranca un mechón de pelos. Corrió, corrió con todo, con vergüenza pero con decisión. Con el rabillo del ojo vio que los pájaros se agrupaban en formación de ataque y se le venían encima de picado. Pensó en lanzar la piedra, pero era su tesoro, su piedra escogida entre millones, la piedra no, eso nunca. Así que decidió hacerles frente. Gritó, agitó los brazos, y cuando los tenía al alcance lanzó una patada, una mawashi geri –la mejor que encontró en su repertorio después de 20 años sin practicar-. Los tordos huyeron volando en tirabuzones, haciendo unas piruetas rarísimas muy parecidas a los movimientos espasmódicos que hace la gente cuando se caga de risa, pero en esos ataques de risa tan pero tan fuertes que dan ganas de lanzarse al suelo y gatear. “A lo mejor cuando tienen mucho miedo vuelan así” pensó U, “pero mejor aclaro las dudas con mi amiga Eleonora que es de su misma especie", agregó.

Llegaría U a casa algo maltrecho, con ligero rengueo, el pulgar un poco hinchado. Abrió la puerta y cruzó el umbral con una exhalación. “Mira, te he traído un regalo sorpresa” le dijo a su Penélope que en delantal preparaba el almuerzo. Le entregó la piedra y ella dijo: “qué bonita, gracias”. U le mostró el dedo magullado coronado con un punto de sangre seca: “Vengo malferido, como diría el Quijote”, Penélope giró la cabeza y sin descuidar la comida humeante besó la zona adolorida. Utilizó lo más tierno del labio y un toque de lengua. U sintió que se le erizaba un vello interno por debajo de la epidermis. Devolvió el beso sanador con uno en la nuca de su mujer. Y tuvo una certeza en ese instante: “Quién diría que esta cadena de menudencias, esta concatenación de detalles tontos, se acaba pareciendo tanto a la felicidad”.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Que relato tan bello, tu le regalas la piedra a tu Penélope, ella te prepara el almuerzo,te sana heridas de tu paseo y nosotros disfrutamos el recuento de tu mañana de sol, un regalo para tus lectores. También estamos felices. Gracias, C. Casano.

Anónimo dijo...

hermoso. sencillamente magistral. cuándo será el día que te publiquen para poder tener un libro tuyo? lo mereces, mucho. lo mereces mucho más que muchos otros escritores publicados por allí.

Anónimo dijo...

¡Como las cosas pequeñas, las conviertes en grandiosas ! Eso si; no estoy de acuerdo con el título de tu trabajo, es sólo una manifestación de humildad y modestia, tan característica en ti.
Augusto Anselmi.

Anónimo dijo...

Tienes talento, valentía y una sensibilidad enorme para expresarte en general. Ese día va a llegar seguro, no lo dudo nada.

Nany dijo...

Es que las cosas pequeñas lo son todo. Hermoso e interesante relato como siempre.

La Gata Insomne dijo...

Es una bella y loca Epica, finalmente
llega a su Itaca, me gusta el título,
necesito reírme para no sentirme burlada. tordo explicará el fenómeno del planeo, ella es sabia o más bien resabiada

saludos

un tordo dijo...

Jose, de las artes del vuelo conozco bien los tortazos, sobre todos de esos que nos ponen a mendigar por un besito al menos...
buenísimo este relato de bichos exaltados

Anónimo dijo...

Hola, llegué aquí por casualidad tras leer un comentario tuyo en un blog, uno en el que nos proponían elegir entre perros o gatos. me gustó mucho tu respuesta y estoy totalmente de acuerdo contigo. en mi vida hubo perros, gatos, tortugas, peces y todos geniales: ahora sólo tengo gatos porque vivo en un piso pequeño... y cuando recientemente se murió mi gata, "la elegida" todo se vino abajo, perdí el motor de mi vida, una amiga mágica con la que me entendía perfectamente... y bueno, que escribes genial... y qué me gusta saber todo lo que pasá por tu ciudad porque mi padré vivió ahí mucho tiempo y SIEMPRE habla de ella, incluso hace poco estuvimos viéndola via google-earth. un saludo desde españa. zadelia