miércoles, 26 de marzo de 2008

Sospecha de gallos


Sospecha de los gallos, descree de ellos, yo sé porqué te lo digo. El gallo, además del hombre, es el único animal que no claudica.

Se cuenta que Aristóteles le preguntó a su discípulo Alejandro Magno que cuál era el bípedo implume y con dos manos, a lo que el joven respondió con tino: el hombre. Quizás a un muchacho llanero le hacen la misma pregunta y contestará: un gallo de pelea, de esos que les arrancan casi todas las plumas menos el penacho del cuello y que le refuerzan con punzones metálicos los espuelones de las patas. Y no le faltará razón al criollo, no estará del todo equivocado, ciertos gallos casi cumplen con la máxima de Aristóteles, se puede decir que son semihumanos.

Hay un detalle curioso con los gallos, su equilibrio depende de un desequilibrio. Para moverse tienen primero que desplazar la cabeza en la dirección hacia donde quieren avanzar, el peso de las cabezas sobre el vacío les hace tambalear, pero antes de caerse mueven las patas hasta el punto justo donde compensen el peso que la cabeza ha desbalanceado. Cada paso de gallo es un intento fallido de descalabro.
Dicen que los gallos cantan de madrugada para saludar al nuevo día, y que la gente madrugadora se levanta con el primer canto del gallo. Es mentira. Los gallos cantan a todas horas, por cualquier motivo, a las diez de la noche, a las doce y cuarto, a las dos y media, a las cuatro y ocho minutos. Cantan porque saben que infaltablemente habrá otro gallo que responderá, otro que se enfrascará en un toma y dame de kikirikís proyectados a todo volumen por el infinito y que no conocerán de negociaciones ni de rendición. Recordemos que los gallos no claudican. Pero, sobre todo, cantan esos gallos porque saben bien que siempre hay un insomne por allí, que alguien con las neuronas rayadas por la falta de sueño, ahogado en el vértigo de adentrarse en otra noche más sin lograr dormir, los está escuchando. Y ese canto de gallo le suena peculiarmente similar al sonido de la locura.

Nos han enseñado que los lobos aúllan a la luna llena, que a los licántropos les crecen pelos y colmillos, y que los vampiros salen de lo oscuro para volar sobre nuestros techos y morder cuellos bajo el manto lunar. Y eso también es falso. Son los gallos quienes se dan banquete las noches de luna. Son ellos quienes aúllan, silban, chasquean, murmuran, zumban, chillan. Son ellos los que dicen: ahora voy a cantar hasta reventar, o mejor aún, voy a cantar hasta que revientes tú.

No importa dónde estés, qué tan desierto o qué tan urbano es el sitio donde intentes dormir, si aguzas el oído sabrás que siempre ronda un gallo por allí. Siempre uno cantará en medio del silencio o dejará colar su grito por detrás de un bocinazo. Pensarás: “qué cosa extraña, quién puede tener un gallo en este lugar”. Pero es así, son omnipresentes. Nunca faltará el gallo que te recuerde, justo en el instante en que juras por fin te vencerá la modorra: no te vas a dormir, yo me encargo.

La próxima vez que después de un sueño absoluto y reparador te despierte el festivo canto de un gallo no te engañes creyendo que eres tú quien primero le ha escuchado. No pienses que el animalito canta para saludar al alba y avisarle a la humanidad que el nuevo día despunta. Piensa en que ese gallo se ha dedicado a hacerle la noche inhabitable (otra más) a un insomne; que ha estado cantando una y otra vez y otra como si algún duende perverso le hubiera estado dando cuerda toda la noche. Y recuerda que los gallos le deben su equilibrio a un desequilibrio. Que para sentirse a sus anchas y poder avanzar tienen que primero sacar de quicio, causar zozobra, forzar la caída. ¿No lo ves? Son casi humanos.

sábado, 15 de marzo de 2008

El Tobogán


Te juro que yo nunca como hamburguesas. No es que la comida chatarra no me guste, es que me cae mal. Me da jaqueca, acidez, me paso toda la tarde repitiendo la grasa de la tocineta y con hipo a papa frita. Pero era tarde y andaba apurado y allí estaba el Wendy’s en el camino. Pedí mi combo número 3, que no, sin extra de nada y sin pie de manzana, no señorita, frosty de chocolate tampoco, dije que no. Tomo mi bandeja y me busco un puesto cerca de la ventana, lo más lejos posible, no quiero que nadie me vea, que nadie me salude, que nadie se me siente cerca. Pero estaba a reventar aquello y tuve que elegir un asiento de esos largos donde caben cuatro. Y uno se siente como un abusador, porque la gente te mira y es como si dijeran qué fresco este tipo, abusador, se acaparó esa mesa que es para cuatro en vez de sentarse en la mitad del pasillo donde están las sillitas para gente soltera y sola y ermitaña. Así que me hundí de cabeza en mi hamburguesa y le puse mucha salsa de tomate a las papitas, y saqué mi pitillo del tubito de papel y calculé meticulosamente qué tan al centro y qué tan fuerte lo iba a encajar en la tapa plástica del vaso de té frío. Y así les di tiempo a todos a que volvieran a sus hamburguesas, a sus nuggets de pollo, a sus frijoles calientes sobre la ensalada helada, a sus conversaciones sobre cualquier cosa, a sus bailecitos –porque fíjate bien que la gente cuando come hamburguesas bailotea, tienen como un tumbadito, como que se ponen muy contentos de comer apurados y chupándose los dedos-. Entonces a mí me dio tiempo de echar un vistazo alrededor para ver a la gente de las mesas de al lado. Enfrente estaban papá gordo y niño gordito, idénticos, sólo que el más grande tenía barba. Al lado derecho un tipo igualito, pero es que te cagas, igualito al Palillo pero catire. Palillo-rubio estaba con su novia, en plan de almuerzo romántico rozándose las piernas por debajo de la mesa. Y, finalmente, en la de la izquierda, estaban la abuela, su hija y las dos nietas (gemelas vestidas de pantalón azul, camisita rosada y lazos celestes). La abuela me saluda con una sonrisa y cordialmente hace gesto mínimo con su mano que sostiene dos papas fritas. Yo no sé por qué, pero tú sabes que yo le caigo bien a las abuelas. Devuelvo el saludo y me parece que levanto excesivamente la hamburguesa con las dos manos. Qué vergüenza, le doy un mordisco fenomenal, tan grande que casi toso. Escucho entonces que papá gordo, conectado a su Blackberry (que además es cámara fotográfica y también es IPod y si vibra pues también le servirá para otras cosas), dice por el artilugio que le funge de manos libres: “La Hummer arrecha pónmela en 350, sí porque a mí me costó 200, y yo tengo derecho a meterme mis 150 palitos, de bolas, porque si no ¿qué hay pa’ papá?” Fue allí cuando niño gordo le dijo a papá gordo: “Papá, pupú”. Pero papá gordo hizo caso omiso: “La otra Hummer, la chimba, pónsela a 280 que ese pendejo la compra”. Niño gordo se desliza por el asiento, baja a tierra, toca con la palma de la manita la generosa panza de su progenitor aplastada contra la tabla de la mesa: “Papá, pupú. Quiero hacer pupú”. A lo que su padre responde: “Mira, vamos a corregir una vaina, porque ahora que me acuerdo yo le puse asientos de cuero y un reproductor vergatario a la Hummer chimba, pónsela a 310 y si se pone muy güevón se la dejamos en 300 y punto”. “Papá, que quiero hacer pupú”. “300 es el precio raya, si no que se compre una Toyota o una Montero o una vaina de esas, que no sea marico”. “¡Papáaaaaa, pupúuuu!”. “Chico, pídele 320, hecho el pendejo, a ver qué te dice. Si te da 320 te agarras esos diez pa’ ti y te los bebes en puro 18 años esta Semana Santa”. Palillo-rubio estaba tan nervioso que estoy seguro que estaba a punto de lanzarse un clavado dentro del vaso de merengada, su novia estaba roja y con la pollina adherida a la frente por una gruesa película de sudor. La mamá de las gemelas les dice: “Niñas, ¿Ya terminaron?, ¿Quién quiere ir al parquecito?” y la abuela murmura: “Ay, Dios mío. Ay, Dios mío”. Entonces niño gordo camina hasta la mitad del pasillo, se pone de cuclillas y puja. Dado el ímpetu con que lo hace, la expresión de la cara y el aroma que despide, nos convence a todos de estar cumpliendo cabalmente con su misión. “Entonces quedamos así –dice el gordo del carajo metiéndose de un solo golpe cinco papas fritas- trescientommmmñam cincuentammmm ñam ñam la Jomelm arrecham y la otrammm ñam ñam trescientommm ñam vientemm”. “Papá…” dice niño gordo que ha vuelto a la mesa caminando con cierta dificultad. “Coño, hijo, qué te pasa”. Te juro que yo estuve a punto de gritar: “Que se cagó, gordo de mierda, se cagó el chamo aquí en el medio del restorán mientras tú hablabas pendejadas por esa verga”. Pero tú sabes, soy tímido, y no me atreví. “Papá”, insiste el niño… “que quiero ir al tobogán”. “¿A dónde, mi amor?”. “Al tobogán”. “Vamos pues, al tobogán, pero un ratito”. Se levantan papá gordo y niño gordito y surcan entre las mesas dejando una turbia estela parda a su paso. Palillo-rubio está a punto de colapsar de un infarto al miocardio, su novia tiene pinta de estar pensando seriamente en dejarlo. La abuela toma su cartera, se para con cara de absoluto pánico y corre con pasos cortos hacia el parque, y entonces grita en algo que en un principio intentó ser un susurro: “¡Fabiola, mija, agarra a las morochas, sácalas del tobogán que nos las van a embarrar de pupú!”

jueves, 6 de marzo de 2008

Las ratas


Hacia mediados de los años 70 mi padre publicó en El Nacional un artículo llamado Las ratas. Un hecho espantoso sacudió a la sociedad caraqueña cuando una niña fue devorada por las ratas mientras dormía en su cuna del rancho al tiempo que su madre disfrutaba del carnaval en una fiesta del barrio. La madre, sonámbula de espanto y de dolor, apenas alcanzaba a balbucear ante las cámaras y el alud de micrófonos: “Sólo quería divertirme un poco. Yo la dejé durmiendo en su cunita”. No fueron pocos los que señalaron con los dedos temblorosos de ira a la señora: “¡Cómo es posible, irresponsable, degenerada, cómo es que Dios le da hijos a una madre como esa!”. Y la gente se llenaba de odio e improperios el propio hocico para referirse a la desdichada. Entonces papá cerraba el artículo diciendo que la culpa no era de la pobre mujer –que ella también tenía derecho a bailar, echarse unos tragos, a dejar los problemas del día a día a un lado para escaparse una nochecita-, que la culpa no es tampoco de los roedores; las verdaderas ratas somos todos aquellos que no hacemos absolutamente nada por sacar a esa nenita del rancho, que permitimos que su cama esté justo al lado de la quebrada infesta donde se gestan las alimañas y que dejamos que el mundo entero se desmorone roído por sus propias ratas.


Treinta años han pasado y las ratas, ya lo sabemos, siguen allí. No sólo siguen allí, sino que incluso algunas han llegado a ser presidentes, ministros, gobernadores, alcaldes, diputados, dueñas de empresas; hay otras que disparan fusiles, tanques o aviones de caza, algunas viajan con maletines cargados de dólares para financiar guerras y comprar alianzas. Ah, claro, y hay un importantísimo contingente de ratas que se frotan las patitas mientras dicen: “A mí que me pongan donde hay, de resto que se jodan todos”. Las nuevas ratas están por todos lados y dan para todo. Hay ratas gringas, ratas iraníes, ratas cubanas, coreanas, francesas, alemanas, inglesas, españolas, argentinas, brasileñas, balcánicas. Ratas arias y ratas mestizas, pero en esencia ratas igualitas todas.

Ayer miraba a los jóvenes reservistas venezolanos partir hacia la frontera. Unos supervivientes que milagrosamente lograron esquivar los incisivos de las ratas que siempre rondaron sus modestos hogares de niños. Pobres muchachos mal nutridos de alimentos e ideas, que gritaban con el puño en alto desde el camión militar: Patria, socialismo o muerte. Una escena patética que jamás pensé ver en este país, mucho menos en un conflicto contra Colombia (tan absurdo como caerse a tiros con un vecino al que consideramos familia) y menos aún en pleno siglo XXI cuando se supone que algo hemos aprendido de lo nefastas e inútiles que son las guerras. Me dio profunda tristeza, más que indignación me dio tristeza. Comprendí lo que muchos estadounidenses pensantes sienten cuando ven a esas tropas de puros hispanos, negros y rednecks disfrazados de G.I Joes partiendo hacia Bagdad, “allí van los ‘desechables’, la carne de cañón necesaria para disimular la cobardía, la codicia y la inconmensurable estupidez de George W. Bush”. Da vergüenza, profunda y abrumadora, saberse ciudadano de un país que amenaza a estas alturas con resolver sus conflictos internos y externos con la diplomacia del plomo.

Esos muchachos que van a la frontera, y que como un ridículo pavo real hinchan las plumas para que el mundo se entere de lo valiente y lo temibles que son, no tuvieron nunca la oportunidad de aprender que no son esos héroes los que deseamos ni necesitamos. Nadie se tomó la molestia de enseñarles que son otros héroes los que este mundo tiene que forjar. Otros son los héroes a los que hay que admirar, rescatar, construir; y esos no disparan, no declaran guerras ni movilizan tropas ni participan en gestas épicas en una nueva campaña trasandina. A las ratas no les interesa ni conviene que crezca una humanidad pensante. No pueden permitir que florezca una generación que sepa que gente como Rafael Cadenas, Jesús Soto, Jacobo Borges y Eugenio Montejo son muchísimo más superhéroes y tienen muchísimos mejores superpoderes que un Pérez Jiménez, un Ezequiel Zamora o un Chávez. Las ratas necesitan que la humanidad se revuelque en la miseria, que el mundo sea cloaca y que siempre haya inocentes desvalidos a los cuales echarle diente.

Tengo la certeza de que en este momento somos muchos los que estamos como la señora desdichada a quien los roedores le dejaron la niña hecha jirones. Que ante esta barbaridad de un posible conflicto armado internacional no nos queda otra cosa que un balbuceo sonámbulo. A lo mejor el escritor Michel Houllebecq tiene razón, simplemente nos estamos acercando al fin de un paradigma, el mundo se precipita despeñado en una decadencia barroca, un rococó de pésimos gustos, nefastas soluciones y peores ideas que acabará por aniquilarlo. La humanidad está condenada a ser roída por sus propias ratas.

A menos que todo esto sirva para inventar un poderoso raticida, regarlo generosamente por el planeta y que sobrevivan no los más aptos, sino quienes de verdad lo merezcan.