sábado, 28 de junio de 2008

El peculiar don de la pertinencia


La pertinencia se nos ha hecho un animal raro. Una más de las especies en extinción. Su hermana gemela, la impertinencia –que durante tanto tiempo permaneció rencorosa y desgreñada en un cuarto acolchado que la mesura tenía bajo llave-, en cambio está suelta y en apogeo. Crece exponencialmente en una relación directamente proporcional a la estupidez humana. A medida en que nos hemos hecho más estúpidos más nos sentimos cómodos con la impertinencia. Más normal y cotidiana se nos hace.

La impertinencia se parece a ese señor que vemos el domingo comprando el periódico vestido de bermudas caqui con medias blancas a rayas azules hasta las rodillas y zapatos mocasines. Él jura que se la está devorando, que eso que se ha puesto para bajar hasta el kiosco está bien chévere. Y uno lo ve de reojo y en el estómago inmediatamente se revienta una fórmula química que se parece un poco a la vergüenza con un toque de incomodidad, un pedacito de vértigo, algo de risa nerviosa y mucho de una cosa indescifrable que se me antoja se parece un montón al susto.

Si algo tiene la impertinencia es la tendencia al disfraz. Se empeña en camuflarse pero al final siempre se le notan las costuras. Se le brota el cierre enorme y grosero como al traje de Ultraman. Hay algo grueso que arruga lo liso, algo que no es pertinente, que no debería estar, que no pertenece a la armonía natural de la escena.

Quizás la impertinencia no sea otra cosa que energía, ondas ineludibles que se desprenden desde el núcleo mismo del lado imbécil de la fuerza. Esa necesidad prodigiosa e incontenible que empuja a un amigo a decirle a otro después de tiempo sin verse: “Pana, qué gordo, qué calvo y que feo que estás”. Como para que el otro responda: “Oye, de verdad que a mí también me da un placer enorme verte”. Sí, tiene que ser ese campo magnético que causa un cortocircuito cerebral en la víctima como para que el alumno decida entrar tan ufano como encholado, haciendo restallar los talones contra la goma de las chancletas, a un salón de clases. Es la onda expansiva que nos hace comportarnos permanentemente y en cualquier situación como si estuviéramos borrachos en una playa con los pies llenos de arena encaramados sobre la cava. Es una energía asfixiante que nos nubla el pensamiento y nos hace olvidar que debimos dejar colgado en un perchero recóndito del closet al azote de barrio que llevamos por dentro.

No existe un impertinómetro, pero quizás un artefacto útil para medirla sería un regulador de silencios. A veces también un decibelímetro: el impertinente habla duro para que todos alrededor tengan que ver con la mamarrachada que escupe; o pone su música –la misma que nunca debió escapar de la prisión privada de sus audífonos- para condenarnos a todos a escucharla. Lo no pertinente se reconoce también en el antitalento de hablar cuando se impone el silencio. Decir algo, por absurdo, necio y miserable que sea, en vez de aprovechar esos momentos mágicos que nos regala la vida para quedarse callado. Ciertamente pareciera que a veces desperdiciamos los instantes para hablar, pero lo que más malgastamos son las oportunidades de callar.

Pareciera que tampoco tiene antídoto. Pero la educación y la cultura deberían ayudar a minimizar sus síntomas, o por lo menos a cultivar el don de la pertinencia. “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio no lo vayas a decir”, decía la canción. Aprender a hablar menos y a escuchar más. Eso ayuda a cultivar el arte de ignorar al impertinente, no premiarle la sandez ni siquiera con el sonido tímido de una risita incómoda.

La impertinencia nos explota en la cara cuando inevitablemente en una charla cualquiera surge un Inteligente, a demostrar toda su Inteligencia. Y entonces aquello que fluía entre lo ameno, lo ligero y lo cómico se salpica de forzada sobriedad. Pero también, atención, la engañosa impertinencia se ha vuelto una pose cool. Es como si después de practicar tanto el oficio de hacernos idiotas hemos llegada a la conclusión de que es in dejar constancia de que uno es tonto, que no tienes reparos en hacer comentarios infelices, “quiero dejar en claro que estoy aquí para burlarme de todo porque todo es tan poquita cosa para mí”. Sí, la impertinencia es una moda. Horrible y desgraciada como tantas otras. Cíclica –se irá para volver más adelante disfrazada de otra cosa-. Pero también, confiemos en ello, está condenada a ser pasajera. Y durante un buen rato no la vamos a extrañar ni un poquito.

jueves, 19 de junio de 2008

Cruzar rosas con bromelias


El muro de Berlín visto por Enki Bilal.
Quien también vino desde Belgrado para pintarnos otro mundo.


En un salón gigantesco del Museo del Aire y el Espacio de Washington, como pensado para que Cíclopes y Titanes también tengan acceso y puedan darse una vuelta, se ven acopladas la nave Apolo de la NASA y la Soyuz de la extinta URSS. Es la cosa más parecida que he visto al apareamiento entre una rosa con una bromelia. La nave estadounidense Apolo –easy, nice and neat- responde a las leyes de la aerodinámica, es como un proyectil cromado, compuesto por líneas rectas, pintado con rectángulos perfectos blancos y negros, con ángulos bien medidos; en resumen, es el cohete más cohete que un niño se pueda imaginar. La Soyuz es, en cambio, la nave de los marcianos. Es verde, mezquina en rectas pero plena en curvas, como si varias circunferencias hubieran sido dispuestas a lo largo de un gran esófago, y cada esfera está coronada por antenitas. Sobre cada panza verde y cada antenita, un detalle en rojo, una estrella, unas siglas en cirílico.

Mucho se ha hablado de que el imaginario del cine y de la literatura de ciencia ficción de gran parte del siglo XX estuvo alimentado por una metáfora de profundo matiz político: nosotros los de este lado somos los buenos y nos defendemos de los marcianos invasores que son los malos. Los marcianos son verdes, provienen del planeta rojo, no le gustan las cosas rectas sino que se empeñan en torcerlo todo en curvas; así son sus platillos voladores, así sus pistolas, así las antenas que les sobresalen del casco, así mismo son las ideas que se les agitan bajo ese casco. Cuando se levantó la cortina de hierro nos dimos cuenta de que los marcianos habían estado mucho más cerca que Marte todos estos años, eran como unos primos que un buen día se quedaron encerrados al otro lado del muro. Y cuando se dieron las manos los berlineses de aquí y los de allá se dieron cuenta de que eran lo mismo pero distinto, que al final eran iguales pero diferentes.

Imaginen a Philip Dick adentrándose en la peculiarísima ciencia ficción del polaco Stanislav Lem o a Terry Gilliam viendo por primera vez la Solaris de Tarkovski. Ese momento vertiginoso en el que alguien te muestra el otro lado del espectro, que te enseña los caminos verdes que han permanecido ocultos tras las barandas de la autopista. Ese instante en el que descubres que hay un universo tan infinito y tan insondable como el sideral pero que se consigue viajando hacia dentro de la mente. Algunos viajan en Apolo, otros en Soyuz, a todos les mueve la angustia del qué habrá un poco más allá. Y a veces se encuentran para compartir un café.

Siempre me han producido especial fascinación esos músicos alemanes orientales de finales de los ochenta y principios de los noventa. Pienso en esos cerebros hirviendo en ideas, en tonalidades, intentando imaginar lo que se podría hacer si estuvieran del otro lado. Y de repente un día amanece y entonces pueden ir a la tienda de teclados que siempre les quedó a dos cuadras de casa, pero que apenas anoche estaba a un mundo de distancia. Y esos muchachos con manos sudorosas habrán tocado el juguete nuevo, ese sampler Korg de última generación, con la misma fascinación que un niño saca con sigilo un serrucho de entre las herramientas del papá pero no para cortar madera, sino para improvisar la escalera del trampolín de una piscina pública para hormigas. Esos músicos de la Alemania del Este que habían llegado al mismo destino pero por otros caminos, que hacían una música muy parecida al post-punk pero con otros giros, otra gracia, se habían ocupado de construir sus propios Frankenstein con los fragmentos que pudieron encontrar por allí. Y sus monstruos, tan similares al tiempo que tan otros, resultaron entrañables. Llegaron para enriquecernos el imaginario de este lado mundo. Para redimensionarnos los fantasmas, menos mal.

Les recomiendo acercarse a un grupo de Triblisi, Georgia, llamado Post Industrial Boys. Cuando uno los escucha con audífonos se convence de que el concepto de música electrónica que tiene un georgiano está en otra galaxia, en las antípodas de lo que nos han hecho creer suena la música hecha con maquinitas. Pero sobre todo nos convencen de que Solaris existe, orbita por allí en nuestro universo interno, y sobre su superficie los niños corren entre sembradíos enormes, en extensiones al infinito de campos de girasoles, pero estos no son girasoles amarillos sino nubes de bromelias lila.

Perdonen el desvarío. Este empeño en intentar poner en palabras cosas que a nadie interesan. La culpa es del fútbol. De ver ayer a esos niños rusos que bajo las instrucciones del holandés Guus Hiddink jugaron en la Eurocopa como la naranja mecánica. Pensé en que a veces surge un jardinero alucinante a quien se le ocurre treparse a las ramas de un sauce siberiano para dejar caer entre las hojas de la bromelia parásita un toque de polen de tulipán. Y ayer, sin que nadie se los esperara, abrió los pétalos la nueva flor. Fue hermoso, como dibujado por Enki Bilal.

jueves, 12 de junio de 2008

¿SERÁ HOY, MARYLIN?

(Inspirado en “I Think It Could Work Marilyn” de Ms. John Soda)


Ilustración de Soléngel Núñez (Roccocuchi)



-Oh, Elvis, querido, ¿tú crees que funcione?
-Sí, yo creo que va a funcionar, mi querida Marylin.
-Pero es que ha pasado tanto tiempo y yo creo que ya la gente ni siquiera sabe quiénes somos.
-Marylin, amor, no te preocupes tanto, tenemos que creer en nosotros. No nos queda otra.
-Pero es que mírame ahora, Elvis. Estoy vieja, mira mis piernas arrugadas, gordas, llenas de celulitis, hechas una sola estría. No les queda nada de cómo eran antes.
-A mí me siguen gustando Marilyn, seguro que más de uno las encontrará aún encantadoras... además no tienen por qué gustarles a todos... más preocupado estoy yo con el deterioro de mi voz.
-Tu voz es tan suave y tan dulce como las gotas del rocío que salpican las rosas del jardín, te lo aseguro mi Elvis.


Guardan silencio un minuto. Ella se mira el vestido blanco en el espejo, recoge con una pinza de dedos un trozo de muslo y evalúa qué tanta celulitis y qué tanto de estrías.


- ¿No habremos esperado por demasiado tiempo, Elvis?
- No, amor, yo creo que era necesario tomarnos una sana pausa, Marylin.


Él se acomoda el mechón insipiente de los pocos cabellos que aún le que quedan en el copete y se estira las solapas de la chaqueta brillante, salpicada por las manchas de hongos y el moho.

- Marylin... ¿no estarán estas hombreras demasiado pasadas de moda? ¿No será mejor que se las corte con una tijera?
- No, Elvis, es que son tan tuyas. Se te ven hermosas.
- ¿De verdad lo crees?


Ella no responde. Se sigue viendo con el vestido blanco en el reflejo de espejo. Él tiene ganas de tomarse una pastilla para los nervios, tal vez dos o tres. Pero se contiene.


- Oh, Dios... me siento un poco cansado, mi Marylin.
- ¿Qué te pasa, Elvis?
- Estoy agotado por toda esta situación.
- Tal vez no estés cansado, sino nervioso por todo esto que estamos haciendo. Es natural, mi querido Elvis.
- Ojalá tenga fuerzas para manejar todo este asunto. Desde hace mucho que no duermo, y ya nunca sueño, Marylin.
- A mí me pasa lo mismo, Elvis. Apenas sueño, a veces, contigo bailando.
- Yo te sueño a ti sobre una alcantarilla del metro que te levanta las faldas y te las tienes que bajar con las manos para no mostrarle las pantaletas a todo el mundo.
- Si supieras que he estado practicando esa escena de la falda, Elvis, pero sólo un poquito.


Él se queda absorto viendo por la ventana. Gotas de sudor le perlan el bigote y el mentón.


- Mira qué hermoso atardecer el que hace hoy mi Marylin.
- Es hermoso, mira ese sol enorme que se oculta en el horizonte. Es precioso, Elvis. Qué tarde tan linda la que hemos escogido para volver.
- Claro que sí. Qué hermoso momento. Le doy gracias al cielo por estar aquí contigo, Marylin.

Ya Marylin se ha alejado de la ventana y ha vuelto al frente del espejo. Se alisa con las manos arrugadas y las uñas quebradas el vestido blanco de falda corta ajada con el paso de los años.


- ¿Y no debería comprarme un vestido nuevo, Elvis? Seguro que la gente hoy día se viste de otra manera. Me ha parecido verlo por allí. Es que me voy a ver ridícula con estas ropas.
- No, Marylin, te ves hermosa, mujer.
- Pero quizás la gente no me acepte por estar tan pasada de moda.
- Marylin, amor, tenemos que creer en nosotros. Es nuestra última oportunidad.
- Sí, Elvis, creo que tienes razón. Sí, tienes toda la razón... ¿no te apetece una copa antes de salir?, solamente una para calmar los nervios y salimos...
- Es una gran idea, Marylin. Abramos una botella y vamos a beber una copa, o dos... luego saldremos.


Beben en silencio. Un par de sorbos.


- ¿Y si lo dejamos para mañana, Elvis? Es que hoy no estoy con muchos ánimos... y ya es de noche, se nos ha hecho tarde.
- Te lo iba a plantear precisamente, mi Marylin, vamos a dejarlo para mañana. Hoy como que no es el mejor día. Estamos muy nerviosos. Mejor mañana.
- Sí, mañana sería mejor, estoy segura mi querido Elvis.
- Claro que sí, Marylin... mañana. Mañana será mejor día para volver.

viernes, 6 de junio de 2008

Nos veremos en Islandia, maestro


Al poeta Eugenio Montejo lo habré visto si acaso tres veces en la vida. La primera fue de niño en los pasillos del Edificio de Estudios Generales de la Universidad Simón Bolívar. En esa oportunidad yo iba de la mano de mi padre que se detuvo a saludar a un hombre de lentes de pasta, mostacho negro y saco beige a cuadros. Papá me dijo: “Hijo, conozca a uno de los grandes poetas de este país, Eugenio Montejo”. A lo que el bigotón respondió con un acento que me pareció andino: “Amigo, no le crea a su padre. Yo no soy poeta, soy bombero”.

La última vez que vi a Montejo fue hace cosa de un año y medio en el Banco del Libro. Estaba invitado a una tertulia junto con su amigo, el también poeta, Rafael Cadenas. Hablaron de poesía, de lo extraño que les resultaba definirse como poetas y llamar poesía a eso que les salía de cabezas y manos, se leyeron mutuamente, hablaron de libertad y de falsas democracias, contaron a dos voces unas anécdotas insólitas, rieron y bromearon como dos compinches de la infancia. Fue un momento entrañable, también un sacudón. Creo que los escasos 30 gatos que estábamos esa noche allí salimos convencidos de haber asistido a un concierto, a un contrapunteo extraño entre dos músicos que no usan guitarras ni cantan, pero que definitivamente eso que les brota suena a música. Una melodía de esas que viaja directo al centro del pecho sin pasar por la cabeza y cuando florece te arruga un pedazo de alma.

Anoche murió Eugenio Montejo. Se murió uno de los nuestros, uno de los grandes, uno de los buenos. Se murió alguien que a ningún venezolano debería serle indiferente. Se nos fue uno de los Otros Héroes, otro más, y nos quedan tan pocos. Salió de este mundo que hoy parece despeñado y empeñado en buscar sus héroes entre los gritones, los armados, los paranoicos, los violentos, los asesinos, los falsos. Ojalá mañana recordemos, a la hora de repartir las estrellas, que en esa constelación que nos toca armar en nuestra bóveda celeste particular, el bigote no puede ser el de Fidel Castro ni el de Ezequiel Zamora. Ese puño de estrellas le corresponden, porque sí, al de Montejo. Se las debemos y nos las debemos.

Nos veremos poeta, por cuarta vez, estoy seguro que en Islandia. Dios quiera que sea en un fiordo con palmeras en esa Islandia particular que concibió usted pero que ahora nos pertenece a todos.


Islandia (de Eugenio Montejo)

Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.

Islandia tan próxima del polo,
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.

Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).

¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?

Es este sol de mi país
que tanto quema
el que me hace soñar con sus inviernos.
Esta contradicción ecuatorial
de buscar una nieve
que preserve en el fondo su calor,
que no borre las hojas de los cedros.

Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla.
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras.