martes, 23 de junio de 2009

Röyksopp, mudando la piel


Los noruegos de Röyksopp han concebido y parido dos veces la misma criatura. Como si por algún capricho del destino -o acaso de la desmemoria- se pudiera, a veces, dar a luz gemelos siameses pero en dos entregas: uno primero, y el otro siete años después.

Decía un profesor de literatura que había dos tipos de autores: los que intentan reinventarse en cada obra, y los que escriben -y se reescriben en- la misma, una y otra vez. No se trata aquí de hacer una competencia entre un grupo y el otro; simplemente diré que soy afecto a los segundos y que ese fenómeno de los dos bandos parece aplicar no sólo al arte de las letras, sino también a la pintura, en el cine, la arquitectura, la música.

Creo que lo que nos conecta con el estilo de un autor es algo profundo, un guiño o una rendija que permite comunicar su espíritu con el propio. Hay una esencia allí, muchas veces no verbalizable, que nos engancha a unos pocos y nos hace repudiar -o permanecer indiferentes- a todos los demás. Explicar a alguien porqué te gustan los cuadros de Rothko y detestas los de Monet es tan absurdo como justificar porqué te enamoras de alguien. Quien logra explicar racionalmente eso es muy ingenuo o muy idiota.

El punto es que, quizás, a algunos nos gusta tropezar con las mismas esencias. Nos fascina adivinar que el espíritu permanece intacto debajo del cambio de piel. Y digo piel porque las mudas de ropa y de disfraz no nos sirven ni interesan. Nos hacemos adictos a descubrir y redescubrir que ahora -sí, podemos verlo y reconocerlo- hay otras arrugas, un cambio de textura en las carnes, otra cicatriz, un nuevo tatuaje, acaso un piercing o una prótesis; pero los huesos que aguantan esa piel siguen siendo los mismos que nos hicieron y siguen haciendo mella en la propia médula.

Les planteo este experimento con estas canciones siamesas de Röyksopp, “Epple” (2002) y “Happy Up Here” (2009). En esencia parecieran ser exactamente la misma pieza –me imagino que alguien que no esté familiarizado con la música de estos tipos podrá pensar que es un mismo track al que le han hecho dos videoclips- ; pero me temo que estos noruegos, cuyos videos no tienen desperdicio –les juro que pocos se pueden jactar de tener una imagen tan creativa y congruente-, utilizan el videoclip como algo que no puede ser separado de su propuesta musical. La música de Röyksopp es siamesa también de su dimensión visual. Ninguna funciona por separado, comparten cerebro o corazón.

Por lo visto el dúo Röyksopp no sólo cambia de piel para recubrirse el alma de siempre, sino que utilizan el video con la misma intención que algunos insectos se valen de su exoesqueleto.


Epple (2002)


Happy Up Here (2009)

miércoles, 17 de junio de 2009

La esquivez de los pollos


Existía durante mi infancia la abominable costumbre de regalar y rifar pollitos. No sólo los rifaban y los regalaban, sino que antes los pintaban de fucsia, de verde, de magenta. Eran pollos marcianos los que uno se llevaba a casa. Bueno, yo no, los demás, la gente en general. Yo nunca, en la santa vida me pude ganar un pollito. Mientras que había niños que salían de la verbena o con tres o cuatro pollos arcoíris en una caja de zapatos con agujeros a mí no me tocaban jamás.

Siempre que había una rifa de esas “el que pegue un número del 1 al 20 se lleva su pollito”, yo decía “el 8”. Y algo pasa -aconsejen a sus niños, rieguen la voz- pero el 8 es un número que no gana nunca. A ningún payaso ni a ninguna animadora en minifaldita se le ocurre pensar que el 8 es número ganador. Pero yo insistía: “El 8”. Y el que decía 7 ó 5 le sumaba un nuevo miembro al gallinero.

Hasta que de tanto perder pollitos y de tantas rifas que jamás gané me convencí: “Di el 7 esta vez, soberano idiota”. Y justo antes de que llegara mi turno, la niña de la colitas y el vestido azul a mi derecha dijo: “El 7”. Y se llevó el pollo más verde de la historia de la avicultura. Menos mal que corría el mito de que los pollos coloridos no duraban ni 48 horas, que amanecían muertos en su caja de zapatos. Que seguro les daba cáncer instantáneo el baño de colorante. Aunque yo creo que más de una madre, en las sombras de la noche mientras el retoño dormía, le aplicaba el viejo truco de la almohada al polluelo y luego todos simulaban en casa que había sido por muerte natural.

Sí supe de alguien a quien el pollo le creció, se hizo gallina y un día, a la llegada de la escuela, la abuela se lo tenía preparado en sopa y ensalada. Bien hecho, pensé, eso les pasa por robarme todos mis pollos que tanto me merecía.

Gané un concurso una vez. Esta vez no iba de pollos. Iba de acures. Esas ratas peludas a medio camino entre un hámster y un conejo. Soltaban al pobre tipo en medio del césped y éste corría a guarecerse en alguna de las 10 jaulas abiertas que lo cercaban. Cada jaulita tenía un número en el techo. Yo pedí –que además de tonto soy obstinado- el 8. Y el pana, en medio de gritos, mordiscos, patadas y rasguños se metió en la 8. Y yo no cabía de la emoción, yo dije: “me gané ese acure y se llamará Acturo”. Y cuando ya estaba buscando una caja de zapatos lo suficientemente grande como para que me cupiera Acturo, viene la payasita y me dice: “Escoge un premio de los que están en esta bolsa negra”.

Metí la mano con ganas de que cayera una bomba atómica en esa verbena. Me llevé un jarrón espantoso de cerámica verde. No le gustó ni a mi madre.

Lo de los pollos me pasa idéntico con la lotería, con los caballos, con las carreras de galgos o cucarachas, con los sorteos de carros, microondas y televisores pantalla plana, también con la rifa de los boy scouts, de los pintores de boca, la de los cieguitos de no sé dónde y las de toda esa gama de fundaciones benéficas que lo convencen a uno de comprar un par de boletos para apoyar aquella causa o la otra. Me pasa también con los concursos de guiones, de cortos, de novelas, de cuentos: ese pollo siempre se lo lleva otro.

He tenido que aceptarlo: a mí no me tocan y punto. Será que a nadie le gusta el número 8 (excepto a mí), o siempre habrá alguien que brinca y me quita de la punta de la lengua ese 7 hermoso que ya venía paladeando. Estoy destinado a contar el cuento de cómo casi digo el 7 pero en eso alguien más pilas se me adelantó. Me toca decirle a mi Claire, a mis familiares y amigos -que aún tienen el coraje de creer en mí-: “Nada, será que yo no sirvo para esto de los pollos”. A lo que responden: “No importa, tú sigue trabajando, tú insiste”. Así que me toca intentarlo una vez más y otra y otra porque algún día, seguro, que sale mi 8 (coño, y después no me pregunten qué carajos voy a hacer con el bendito pollo de colores).

Recibí una llamada hace pocos días del escritor Sael Ibáñez, de parte del 3° concurso Salvador Garmendia que organiza La Casa de las Letras Andrés Bello. Me dijo que no había ganado, que el premio se lo había llevado Rubi Guerra (un excelente narrador cumanés que se merece con su obra bastantes pollos, de todos los colores y con toda justicia,); pero que mi libro de cuentos “Fragmentario” había ganado una mención publicación. Tan acostumbrado estoy a no ganar que mi primera reacción fue reírme: “Este seguro es Fedosy o el Pollo o La Perra o cualquiera de esos jodedores empedernidos que me gasto de amigos”.

Pero no. Por lo visto no es broma. Así que hay la posibilidad de que nos veamos pronto en el bautizo de ese pollo. De qué color me tocó: ni idea.

jueves, 11 de junio de 2009

El poder de la guayaba


La caminata desde ese estacionamiento en Bello Monte hasta el estadio era de unos cuarenta minutos a buen paso. Al principio íbamos conversando de cualquier cosa, luego nos tuvimos que callar un rato, ya llegando a Los Chaguaramos, porque la gente que vive a orillas del Guaire y bajo el elevado –consumidores de crack o “pedreros” en su mayoría- tiene su sala, su cuarto, su comedor y su baño allí. Y si hablas o respiras más de lo estrictamente necesario te lo tragas todo.

Había anochecido cuando por fin llegamos a las inmediaciones del Olímpico. La policía trataba de dispersar a una tensa multitud con perdigonazos disparados al aire y bombas lacrimógenas con extra de pimienta. La gente huía entre los buhoneros, los vendedores ambulantes de cervezas, las parrilladas de pinchos (dicen que esa carne es de perro o de gato, puede que de rata también). Toda la multitud se agolpaba en un embudo cruel, miles de personas tenían que entrar una a una por una estrecha manga (similar a esos pasillos de tubos metálicos por los que llevan a las vacas en un matadero). Los de atrás empujaban, los de adelante reculaban (la policía los esperaba adelante blandiendo las peinillas y con las escopetas de perdigones prestas para el ataque). Nosotros en el medio. Nos fueron embutiendo hasta que salimos –sudados, manoseados, amasados- al otro lado de la reja. Mientras que los más impacientes rompían a tirones, puños y patadas las defensas de madera que habían puesto los encargados de la seguridad del estadio. Yo entré por mi cuenta y riesgo. Veinte metros más allá entro él, arrastrado por la masa eufórica.

Qué bien que nos encontramos, ¿no? Qué suerte, eso dijimos.

Entramos a las gradas. Hubo bengalas, papelillos, lanzallamas improvisados con encendedores puestos en la boca de los potes de insecticida (mejor agáchate para que no te chamusquen el pelo). Hubo un gol a favor del que nadie se enteró (era más importante buscar dónde coño se metió el tipo de las cervezas). Hubo otro en contra (tampoco lo vimos, porque se encendió solito el sistema de riego del gramado y entre la lluvia de agua que había abajo en la cancha y la de cerveza que había en las gradas no se veía nada). Cuando por fin pudimos ver de nuevo, ya él no estaba por allí. Se había ido al baño (a uno de los dos bañitos portátiles que habilitaron para los 20 mil que estábamos allí) o a buscarse la cerveza número 15 (porque de verdad dónde coño se mete el tipo de las birras). Hubo empate y frustración. Ah, y muy importante, hubo una pelea colectiva entre la fanaticada. Que no una pelea entre barras rivales, qué va, una pelea interna de nosotros contra nosotros mismos. Los partidarios del Caracas decidimos autocoñasearnos, partirnos la cabeza entre nosotros mismos. Es como la superviviencia darwiniana de las especies pero al revés: vamos mejor a autoaniquilarnos.

Salí del estadio y mi amigo no estaba. Imposible encontrarlo entre ese mar de gente, entre el tropel provocado por la batalla colectiva que se dispersaba y se reagrupaba cada dos minutos o cada quince metros. Cuando uno creía que se había calmado, que la estupidez había dado paso a la razón, de nuevo estallaban con renovados bríos esas ganas incontrolables de autoextinguirnos aquí y ahora.

Caminé a orillas del Guaire, sorteando charcos infestos, por esa zona de fantasmas y de muertos en vida que habitan debajo del elevado. Deambulé por esa ciudad paralela, Crack City, donde los pulmones y los cerebros se llenan a mitades iguales con los efluvios tóxicos del río pestilente y el humo denso del crack.

Y allí, transitando por el purgatorio, aparece mi amigo de la nada y me toca al hombro.

—Epa… ¿qué tal?
—Pana, te perdiste —pregunto, quizás más sorprendido que asustado—. ¿Cómo coño me encontraste?
—Porque me tomé un jugo de guayaba.