martes, 3 de agosto de 2010

Memorias prestadas


Mi viejo siempre fue un tipo fácilmente arrechable. Una especie de oso pardo que no mascaba dos para ponerse a gruñir por el motivo que fuera. Lo bueno es que el tipo no se enfurecía -enfurecerse de verdad- jamás en la vida; su carácter funcionaba bajo el mismo principio de una olla de presión que va botando el aire caliente por la válvula y así se garantiza que no habrá nunca un estallido.

Crecimos acostumbrados a sus gruñidos, a sus roncos regaños de 5 segundos que luego se le olvidaban exactamente a los 5 segundos, a verlo como oseznos que se sientan a ver al papá zamparse un salmón y luego lanzarse a retozar sobre la hierba con una barriga al cielo donde cabíamos todos.

Cierto día, en uno de los 24 momentos diarios de arrechera inofensiva de mi viejo, se le ocurrió que mis hermanas tenían un cementerio desbordado de juguetes en su cuarto y que esa vaina no podía seguir así, que aquí se limpia ese desastre, se quedan los 4 ó 5 juguetes que de verdad utilizan y el resto se regalan, no joda, chica. Y ante los ojos atónitos de mis hermanitas (que son mayores que yo pero en ese momento eran minúsculas) comenzó a sacar muñecas y pelotas y juguetes y vestidos y pulseras y decía cosas como: “esta vaina se regala y esto también y esta vaina también y esto no lo utilizaron más nunca así que se va para la calle también, y este perol también…”. Y cuando dijo esto también, lo último, era un cochecito azul para muñecas que era el objeto más preciado, el más entrañable, de todos los de la infancia de mi hermana La Negra.

Entonces La Negra, con su metro escaso de altura y con su moñito en el centro de la cabeza, se le fue encima al oso, lo encaró y le puso la palma de la manita sobre la barriga para frenarlo: Mi cochito no, papi.

Mi cochito no. Sólo eso. Y al viejo se le cayó el mundo encima.

Se nos cae a todos, a cuadritos, cada vez que lo recordamos. Lo curioso es que yo lo recuerdo perfectamente sin haber estado allí. O estaba, pero tenía un año y no sería capaz de recordarlo ni mucho menos de contarlo. Es una memoria prestada. Quizás la primera de centenares que tengo en mi arsenal. Una más de esas historias mínimas, de esos cuentos que uno ha escuchado una y otra vez y que se van convirtiendo en las esencias de la épica familiar.

Me gusta la imagen del “cochito”. No sólo por ser el símbolo del carácter que desde los 4 tenía mi hermana, tampoco se trata tanto de que se me antoja aún más bonito el término cochito que el más correcto cochecito. Me gusta especialmente porque se me ocurre que ese chochito de La Negra es como esos carritos de automercado que llevan algunos indigentes, los que no tienen techo y por eso tienen que llevar su casa a cuestas. Me gusta imaginar que en el cochito que nos regaló La Negra caben todos esos recuerdos de lo no vivido, de lo prestado, de lo robado, de lo encontrado, de lo que otros te han cedido para que te adueñes de ello. Y uno no tiene otra opción que seguir llenándolo de peroles y echarlo a rodar.