lunes, 27 de septiembre de 2010

Bróder: 52




Rita, quien es todo corazón y amiga de las causas imposibles, se ha empeñado en enseñarle matemáticas a Bróder, el perro del vecino, un híbrido de algo que nos imaginamos se originó con el desafortunado cruce de un pitbull con un cachicamo y que –por culpa de una crianza donde sospechamos recibió poco cariño y mucho palo- durante más de una década ha ejercido como azote de la cuadra. Sin embargo, el pobre Bróder, poco a poco (aunque bastante aceleradamente en los últimos tiempos), ha ido perdiendo los dientes, el olfato, el oído –que nunca le sobró- y el poder de intimidación. Sigue igualito de gruñón y ladra a tiempo completo pero ya no asusta a nadie ni lo toman en serio. Se va quedando amargado y solo en su delirio. Dentro de poco no lo van a querer ni las pulgas, ni siquiera los parásitos que por años le han vivido.


Esta mañana, mientras les barría el patio y les ponía agua fresca a los perros, escuché cómo Rita le daba una clase magistral de aritmética a Bróder a través de la reja.


-Bróder, yo no sé de dónde sacas tú esas matemáticas chimbas, pero sí te digo algo, aunque a ti tus cuentas te den que 48 es más que 52, tú en el fondo sabes que eso es mentira. Que ni siquiera tomando 48 de los 300 espartanos de Leónidas esos suman más que 52. Porque 52 son esos mismos 48 espartanos más los 4 fantásticos de refuerzo. Y contra eso, digas lo que digas, tú pierdes.


-Bróder, mi número favorito es el 52. Porque yo fui madre una vez y tuve 7 cachorros: 5 hembras y 2 machos. Eran 5 y 2, pero cuando pasaron 10 semanas y yo seguía amamantándolos te juro que se sentía que había parido 52.


-52 es un número hermoso, Bróder. Está lleno de referencias ancestrales: porque si, por ejemplo, tú sumas los ladrones de Alí Babá, que son 40, y los pones juntos con los 12 apóstoles, eso te da 52. Y los puedes pintar como Miguel Ángel en La última cena pero te saldría un cuadro anchísimo.


-Ayer, Bróder, sin ir más lejos, fue 26. Pero fue un día importante, inolvidable, de esos que acaban siendo el doble de intensos y que deberían valer por dos. Y mira tú: 26 x 2 = 52.


-Es un número místico el 52, Bróder. Mira, yo tengo 6 años en edad de perro, que si los multiplicas por 7 te da mi edad en años humanos que son 42. Y a eso tú lo sumas 10, que son las horas que nos tuvo anoche el CNE esperando para dar los resultados oficiales, y mira: 42 + 10 = 52.


-52 son también las cartas de la baraja, Bróder. Cuando tú las sumas una a una, con todos los palos, los ases, todos los reyes, las reinas, las jotas, los jokers, cuando cuentas hasta la última carta que tienes escondida debajo de la manga, Bróder, eso da 52. Y ya no puedes ponerte a inventar más, las cartas están echadas.


-Supe que anoche no podías dormir, Bróder. Que con los nervios, el disgusto y las cuentas que nada que te cuadran no pegabas el ojo; te doy un consejo: tómate una pastillita y cuenta ovejas. Cuenta ovejitas de colores: blancas, azules, verdes, moradas. De todos los colores menos el rojo, que el rojo te violenta y te irrita y además cuando las sumas no te dan. Cuenta ovejas multicolores que te juro que cuando llegues a 52 ya estás out.


jueves, 23 de septiembre de 2010

En defensa de la música electrónica

Desde hace algún tiempo he venido sintiendo cierta extrañeza (propia y ajena) a la hora de asumir públicamente que me gusta la música electrónica. Es una sensación similar a la del placer culposo o a ligera metedura de pata. Como si uno hubiera acabado de confesar que le gusta provocarse cortaduras con papel en las yemas de los dedos o meter tortugas en el microondas (pero sólo dos minutitos y ya). Inmediatamente en la cara del interlocutor se forma una mueca de desprecio que sale proyectada hacia el propio rostro y lo salpica: “vaya, si hasta me caías bien, lo lamento”.

Hay varios fantasmas que rondan a la música hecha con máquinas y computadoras:

-La escucha sólo la gente de diseño que le gustan las drogas de diseño. En otras palabras: es música plástica hecha con plástico para gente plástica.

-Cualquier imbécil que tenga una computadora llena de ruiditos y con un programa que logre hacer secuencias con los ruiditos se convierte en DJ o músico electrónico.

-La música electrónica es un punchi punchi atorrante que sólo sirve para escucharse mientras se baila en una discoteca o se está en un gimnasio (preferiblemente haciendo aerobics o spinning).

-Hombre que se respeta no oye musiquita hecha con computadoras ni mariconadas de esas (por cierto, algunos vivimos en sociedades donde todavía “marico” sigue siendo un insulto).

-La música electrónica es a la buena música lo que “Crepúsculo” es a la novela gótica.

El punto es que, ante semejante atropello y ante tanta ignorancia, yo necesito plantear algunas cosas:

-La música electrónica es un género tan amplio como el jazz, el rock o la música académica. Quien tenga la inquietud de indagar en ese océano encontrará siempre un tipo de electrónica que le gusta. En eso se parece al cómic, siempre habrá uno que le guste a uno, sólo es cuestión de perder el miedo y ponerse a buscar.

-Las máquinas no tienen la culpa. Quien no tiene talento ni gusto para la música no podrá jamás sacar algo digno de una computadora, como tampoco de una guitarra o un tambor.

-Magníficos artistas plásticos (Carlos Cruz-Diez es uno de ellos) han encontrado en lo digital un medio para expresarse con prodigioso buen gusto, dignidad y alcance. Lo mismo pasa con la literatura y en las artes audiovisuales ¿Por qué condenar a la música a permanecer al margen?

-Me gusta la música electrónica porque allí encuentro los espacios, las atmósferas y las texturas del futuro que no fue. La ciencia ficción, cosa curiosa, más que en ningún otro medio, acabó encontrando su lugar en la música.

-Me gusta también por los puentes que me ha permitido tender con los míos: “Yo sé que no te gusta mucho la electrónica, pero estoy seguro que esto sí te va a gustar”. Y por un accidente sublime uno la pega.

-Cerati (a quien aún estamos esperando que despierte, cuando pase el temblor) decía a principios de los 90 que la música estaba en los cables. Veinte años más tarde, en Canadá, un dúo llamado Crystal Castles fundamenta su música en un principio muy sencillo: ella canta por un micrófono conectado al sampler de él, todo lo que ella canta es manipulado electrónicamente en caliente cada vez que él pisa una tecla. Cerati, tenías razón: la música está en los cables.

-El futuro llegó hace rato y no era lo que esperábamos (como decían los Redondos de Ricotta): los carros no vuelan, las patinetas flotantes de Volver al Futuro ni se asomaron al presente, seguimos en guerra, los niños mueren de hambre, no curamos el cáncer, los ancianos siguen esperando por su pensión en una cola inhumana, el progreso fracasó estrepitosamente y en todos los ámbitos, la Venezuela del siglo XXI se acabó pareciendo un montón a la del siglo XIX (lo mismo pero peor)… y sin embargo, uno se pone los audífonos, sube el volumen y un pedazo del futuro posible vuelve a existir.

-Este domingo, una vez más, será un domingo electoral en Venezuela. Me tocará hacer la cola desde muy temprano y esperar mi turno para votar; cosa que me ha tomado hasta 9 horas, porque las máquinas de votación fallan, porque la gente no sabe bien cómo utilizarlas y tardan el doble o votan mal o porque a alguien le interesa que “esa música no corra por esos cables”. Yo estaré esas 9 horas, o las que toquen, con mis audífonos puestos, empeñado en ponerle la banda sonora al futuro que ojalá esta vez sí que sea el que esperábamos.


viernes, 17 de septiembre de 2010

Por Plutón



La Unión Astronómica Internacional, reunida en Praga el 24 de agosto de 2006, en un momento de hipercordura y paroxismo racionalista, decidió en una sesión memorable (para ellos, porque para el resto de la humanidad debería ser digna de olvido), que Plutón no merecía la categoría de planeta, así que luego de medirlo, pesarlo y compararlo -con ese pulso de quien tiene todos los conocimientos y toda la razón- le rebautizaron con el término de “planeta enano”.

A partir de entonces el sistema solar ya no se compone de los 9 planetas que giran en órbitas concéntricas alrededor del sol, sino que son 8 los planetas más “unos cuerpos celestes trasneptunianos entre los cuales se cuenta Plutón”.

Es decir, para estos Astrónomos (con A mayúscula) que saben tanto de física, de telescopios, de nebulosas y agujeros negros, una persona que hasta ahora había sido considerada “persona” deja de serlo cuando no mide los centímetros estipulados por las normas interplanetarias y cuando no pesa los suficientes kilos. A partir de ese momento del “viejito, qué pena contigo pero no superas la línea roja ni en la altura ni en la balanza”, uno pasa a formar parte de la categoría “persona enana” que sería como una casi persona, una personita o un personoide. Puede que hasta le acaben diciendo “Usted ahora es un ente transpersonal”.

Febrero, si lo miramos bien, no debería ser tampoco un mes como abril o noviembre, es más corto, le faltan dos y hasta tres días, no es más que un miserable mes enano. Es un mesecito, un mesoide cuya masa no es la reglamentaria. Mañana podemos amanecer, luego de una junta de inteligentes, con la noticia de que los meses del año son 11 más un cuerpo transeneriano (un apéndice, una verruga, la simpática prolongación de enero). O a lo mejor deciden repartir equitativamente esos 28 días y se desmiembra al enano para poder nutrir a sus hermanos, los meses de verdad. Tendremos entonces once meses grandes, gordos, robustos, de hasta 34 días. Los almanaques tendrán que ser más grandes (y con más espacio para la publicidad); y la gente dirá cosas como: “Yo nací el 16 de febrero, pero ahora me toca cumplir años el 33 de julio”.

Se podría proponer, en otro evento de sabihondos como el de Praga, que el día más corto del año, por ejemplo si es un lunes que cae el solsticio de invierno este año, sea también considerado un día enano. La semana se compondría entonces de seis días de verdad más un día enano, una prolongación del domingo, un cuerpo transdominical. “Esta comunicación es para notificarles oficialmente que este año no va a haber lunes, así que los domingos serán más largos y lentos y las clases empezarán los martes”.

Alguien me comentaba hace poco que había salido mal en su evaluación de desempeño de la compañía y que no recibiría aumento salarial porque el vicepresidente (que ahora se llaman ViPí Sínior, con una pronunciación que daría envidia a un catedrático de Harvard) en su tabla Excel que lo mide TODO había dictaminado que un buen trabajador es aquel que produce mucho en poco tiempo, independientemente de la calidad de lo producido. Resulta que mi amigo produce cosas muy buenas pero en cantidades promedio. Visto así -gracias por aclararlo a quienes saben tanto- uno es buen escritor si escribe muchos caracteres por minuto y la calidad literaria está determinada en la medida de que al final de la semana haya 200 cuartillas llenas de tinta. Si ese chorrero de letras no dice nada o es una total mamarrachada poco importa, al final todo es un asunto de volumen, de cantidades que den buenos picos en el gráfico, de números gordos, en fin, lo bueno es la capacidad de ocupar todo el espacio posible.

Ese es el mundo que nos ha tocado y desde este planeta (que lo sigue siendo, por ahora) vamos midiendo, con esa misma regla y con el mismo gráfico de barras, las cosas de la Tierra y las del más allá también.

Mientras tanto, una banda de marcianos entre los que me cuento, exigimos la devolución del planeta Plutón (sin el enano ni adjetivos de ninguna índole), por algo que va más allá de los números, las estadísticas y los razonamientos científicos; lo exigimos precisamente por todo eso inconmensurable que significa Plutón y que cualquier explicación sesuda o experta arruinaría.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Las herramientas y el túnel


En un pasaje demoledor de “La maravillosa vida breve de Óscar Wao”, de Junot Díaz, Óscar le dice –palabras más, palabras menos- a un par de matones que le quieren dar muerte: “Por favor, no me maten, porque hoy yo no soy para ustedes más que un despreciable gordo mofletudo, desarmado, feo, miope y de tumusa impenetrable. Y seguramente ustedes y sus hijos vivirán toda su vida sin siquiera pensar en mí un instante; pero les aseguro que el día en que se mueran sí que se van a acordar. Porque yo los voy a estar esperando del otro lado y allí entonces tendré todos los poderes que hoy no tengo.

Basta esa imagen de justicia poética para que valga la pena haber conocido a Óscar Wao.

Y también para que uno piense que, al final, lo que importa de verdad es quién te esperará al otro lado del túnel una vez que la luz se apague para siempre de este lado y la única que quede encendida esté allá, al fondo del pasillo. Habrá gente que lo recibirá su perro moviendo la cola, esa imagen me gusta un montón. Imagino que uno sabrá lo que le espera apenas reconoce las caras de los miembros del comité de recepción.

Un amigo me dijo una vez que la vida no se parecía tanto a una caja de bombones, que en eso Forrest Gump se equivocaba por milímetros, que la vida se parecía más bien a una caja de herramientas. Que los padres de uno, los maestros, los amigos, la gente que te influye, te van regalando instrumentos, aquellos que consideran necesarios para emtrompar la existencia: un taladro, una llave inglesa, unos tornillos, unas arandelas, un juego de destornilladores, una cinta métrica. Lo hacían, claro está, con la mejor de las intenciones, de manera que uno fuera llenando su caja metálica con las mejores herramientas posibles para desarmar y volver a construir; pero entonces la vida (a la que se le ocurren siempre unas cosas rarísimas) te ponía en una situación en la que la tarea era colgar cuadros de una pared. Y tú buscas y rebuscas en tu caja de súper herramientas Black & Decker con punta de titanio y en esa vaina no hay un martillo ni un miserable clavo.

Colgar cuadros con apenas un taladro de doble velocidad es un lío. Ni se diga pintar paredes con una llave inglesa o con un destornillador de estrías.

Vuelvo a la imagen de Óscar Wao esperando a sus victimarios al otro lado del pasillo. Hay espíritus que deben ser poderosísimos, que se ganaron aquí todos los cupones para gozar de todas las herramientas y las habilidades para utilizarlas allá. Franklin Brito, por ejemplo, debe ser hoy una especie de Gandalf blanco, el gran maestro de obras que aguardará a algunos (desnudos y friolentos, como bebés recién paridos) a la salida del túnel.

—Epale, te acuerdas de mí, ¿verdad? Sí, claro que te acuerdas. Vente por aquí que necesito que me cuelgues unos cuadritos.