viernes, 27 de mayo de 2011

Metrocircus

Me gusta viajar en metro. Lo asumo. Lo prefiero mil veces a un taxi y –ni se diga- al autobús. Imagino que será porque se me parece un montón a ir en tren. Es el tren de quienes no tenemos (no tuvimos) un tren para viajar, lo que nos condena a la guillotina de la carretera o al purgatorio de los aeropuertos. Y la verdad es que no puedo dejar de visitar el metro en las ciudades que visito y sé que tienen uno. El metro es la otra ciudad, la ciudad que habita en las entrañas de la que se mueve en la superficie. A veces el subterráneo es una especie de fantasía colectiva, una metáfora de la ciudad posible, la que no fue; otras veces es, literalmente, un descenso a los infiernos. Tuve un profesor de cine que me convenció de que los metros no podían utilizarse gratuitamente en ninguna película, fuera de ficción o documental, porque el metro siempre debería simbolizar un lugar metafórico para que ocurra el viaje por el inframundo. “No pongas jamás a un personaje a viajar en metro si ese viaje no implica una transformación, un viaje interior que se hace sobre todo hacia dentro y del que el protagonista nunca saldrá igual a como entró”.

El metro es la carretera que se recorre en el territorio de las sombras.

Sin embargo, hay metros esplendorosos. El de Caracas es uno de los más bonitos y más limpios en los que haya estado jamás. O al menos lo fue, era una suerte de proyección bajo tierra de la Venezuela posible. Pero aseguran sus usuarios frecuentes que se ha convertido también en un descenso a los infiernos. Y sí, las últimas veces que estuve allí me pareció que no exageraban. No tanto. Dicen algunos que el metro de Moscú es una mezcla de teatro de la ópera con museo; pero allí no he estado y el cuento es viejo. Me han dicho también que en el de Tokio hay unos personajes de guantes blancos que te ayudan con cordiales empujones a embutirte en el vagón durante las horas pico. El metro de Chicago me pareció abominable, la cara oculta, violenta y maloliente que se esconde bajo una ciudad con epidermis de ensueño. El metro de Barcelona es un espacio para la lectura y para el silencio. El de Buenos Aires aúlla, tiene un sonido como de fantasmas (¿el de sus suicidas?) que se cuela por las ventanillas abiertas. Los metros de Bilbao y Lisboa tienen andenes que te hacen recordar a aquella canción de Patricio Rey sus Redonditos de Ricota: “el futuro llegó hace rato, llegó como vos no lo esperabas, pero el futuro ya llegó”.

Hay metros que son un circo o una feria. En el de París vi a un titiritero que montaba su teatrino al fondo del vagón y daba un espectáculo a escala que daban ganas de ir abrazar a ese loco que se escondía tras la tela negra y decirle: “pana, qué belleza, gracias”. Y en ese metro, como en el de Nueva York, hay músicos en las estaciones y en los vagones que le hacen a uno preguntarse cómo es posible que estén condenados a tanta subterraneidad mientras allá arriba proliferan la mediocridad y el mal gusto. El metro es el lugar donde uno también se plantea cosas que en la superficie casi nunca salen tan fácil.

El metro de México tiene ruedas, ruedas de caucho, como de camioncito. Y en el metro de México la gente come, bebe, vende y compra absolutamente de todo. Es un espejo del centro de la ciudad que ofrece un reflejo idéntico al del mundo exterior, si acaso un poco menos luminoso. En el metro de Ciudad de México se habla poco y pasito; y nadie anda a las carreras, el que está apurado camina más rápido y va sorteando a los demás como un futbolista que dribla conos durante una práctica. En el interior de sus vagones no se lee ni se habla mucho, algunos duermen, casi todos miran al vacío o al suelo.

Una vez, no sé si sentirme afortunado o lamentarme por mi desdicha (se me acusa de mitómano por este cuento sin testigos), un tipo entró al vagón con un saco de tela negra a cuestas, se quitó la camisa a pocos metros de mí (y yo dije: “ay, coño de la madre…”) y decidió desplegar la tela negra sobre el pedazo de suelo libre entre los asientos y los pies de los viajeros. Dentro del saco no había otra cosa que pedazos de vidrio, fragmentos de botellas de refresco, eso eran. El tipo descamisado se zambulló entre los vidrios y se ha lanzado un show de faquir en mitad de aquel vagón. Una cosa apoteósica, daban ganas de hacer la ola. Yo le di diez pesos y por primera vez vi en mi vida sentí a un vagón entero vibrar de la emoción.

Y una vez entró un joven con una pelota y nos quiso ofrecer un espectáculo de dominio del balón. No era exactamente un Messi, le faltaban varios meses de práctica, hay que reconocerlo, así que la pelota, a la cuarta vez de rebotar contra su empeine, se fue directo hacia la cabeza de un señor con lentes que la atrapó en el aire y sin decir una palabra hizo el gesto de lanzarla por la ventanilla abierta (porque este metro también es de los que se viaja con las ventanas abajo). El joven se bajó, cabizbundo y meditabajo, con su pelota en la siguiente estación. Seguro estará practicando en casa… o tal vez ya decidió que vender chicles es menos riesgoso.

Ayer al mediodía viajaba en el metro y entre las estaciones de Constituyentes y Auditorio me pasó algo que es lo que me impulsa a escribir estas líneas. Subió al vagón un vendedor ambulante con un helicóptero en mano, uno pequeñito, como de 15 centímetros, de esos que tienen una base donde se tira de una cuerda y entonces las aspas se mueven y el aparatito levanta vuelo. Y entonces el vendedor se lanzó su discurso aprendido de memoria: “El helicóptero volador, la sensación de los niños, la última novedad, el juguete que causa furor, alcanza hasta 10 metros de altura, a tan solo 20 pesos, 20 pesos vale, 20 pesos le cuesta”. Y en eso, un jodedor de los que nunca falta, le dijo: “No manches, güey, cómo que 10 metros de altura, a ver, que lo quiero ver volar al pinche helicóptero”. Y el vendedor se lo entregó en la mano y le hizo gesto con el mentón como diciéndole, mátese usted mismo, pruébelo. Entonces el jodedor colocó al helicópterito sobre la base y le dio un tirón de antología a la cuerda y el juguete salió volando, durísimo, directo y sin escalas hacia la ventana abierta. Y se perdió en la oscuridad.

Todo el mundo puso cara de póquer y miró al infinito (incluyéndome). El vendedor repitió: “20 pesos le vale, 20 pesos le cuesta”. Y el jodedor, claro, tuvo que pagar.

Anoche, confesaré, me quedé profundamente preocupado por ese helicóptero que ahora viaja por los túneles y las galerías del metro, volando para siempre en las sombras del inframundo. El pobre, el primero de su especie, el único helicóptero jamás cuyo destino ha sido flotar en los territorios del subterráneo donde se supone que ningún helicóptero tendría cabida. Qué angustiado que debe estar, en medio de esa oscuridad y esperando esquivar el próximo tren que ya se le viene encima.

lunes, 16 de mayo de 2011

El don de dar direcciones.


Los caraqueños tenemos un sentido de la orientación peculiarísimo cuyo epicentro y grandísimo punto de referencia es El Ávila. Si quieres que alguien camine hacia el Norte, le dices: “subes hacia el Ávila” y si quieres que se enrumbe hacia el Sur: “caminas en la dirección en la que te alejas del Ávila”. Si te interesa que el perdido coja sentido hacia el Este, le dices: “párate enfrente del Ávila y coges hacia tu derecha” y lo mismo si quieres que vaya hacia el Oeste: “¿Ubicaste ya al Ávila? Bueno, pues ahora coges hacia tu izquierda”. Si uno llega a decir cosas como “dirígete hacia el Poniente” las respuestas más probables son dos: “¿Qué carajos es eso?” o “¿Pero tú eres medio marico?”.

El Ávila es la brújula natural, grandotota e indicando siempre al Norte, que le ha regalado la providencia a los caraqueños en una ciudad que no la entiende ni Dios y donde el diablo será incapaz de volver al sitio donde perdió las cholas. Y estoy seguro que los primeros colonizadores caraqueños de los mundos de ultraespacio lo primero que harán es buscar sus taladros subatómicos y tallar en el horizonte un cerro idéntico al Ávila para sentirse en casa.

Sin El Ávila le falta algo a todas las ciudades del universo. Son bonitas pero están incompletas. “Esta ciudad es encantadora, pero yo le pondría al Ávila más o menos por aquí”.

Los caraqueños sabemos en qué momento hemos dejado de ser jóvenes cuando nos cambia el punto de vista. Allí también El Ávila nos sirve de aguja para marcarnos el ecuador entre la juventud y la adultez. Hay una etapa de la vida en la que estás habituado a mirar a Caracas desde arriba, en picado, montado sobre un peñasco o en un mirador de la montaña a centenares de metros por encima de la Cota Mil; pero cuando el almanaque empieza a pasarte factura te acostumbras a mirar al Ávila en contrapicado, desde la comodidad del suelo, allá abajo, y entonces el sedentarismo te permite llegar a conclusiones como las de mi viejo que aseguraba que a lo largo del día El Ávila tenía 17 colores distintos (y los tenía anotados en una libreta, con nombre y apellido a los diecisiete).

Caracas sin El Ávila sería una ciudad de playa, una prolongación de La Guaira al infinito, una cosa como Río de Janeiro o Barcelona pero versión Caribe. Imaginen ustedes las dimensiones de ese bochinche. Sería del tamaño del Ávila pero multiplicado por cien.

Pero yo estoy yéndome al carajo y estoy dando más vueltas que un perdido; yo no venía a hablar del Ávila, yo quería hablar del don extrañísimo de quienes saben dar direcciones. Y dar direcciones en una ciudad donde las direcciones se construyen con cosas como: “Tú subes por la principal de Los Dos Caminos, te vas encontrar con un muro de piedra que tiene una hiedra, ahí doblas a la derecha, pasas el kiosco y luego la primera coges pa´arriba, te encuentras una garita y ahí le dices al vigilante que vas a la calle Los Ocumitos, quinta los Herrarogas (sí, que aquí somos los Herrera Quiroga), y ahí él te explica cómo llegar porque es medio complicado y si te digo por aquí te vas a perder”, eso es indescifrable para alguien que viene de un mundo donde se distinguen las calles de las avenidas y de las carreras y donde todo está debidamente numerado de forma progresiva con los números pares de un lado y los impares del otro. Así que sin el Ávila todos acabaríamos metidos hasta las rodillas en el mar y en ese momento es cuando nos dignamos a llamar: “pana, yo creo que estoy perdido”.

En una ocasión, un momento de esos que te marca la infancia y nunca entiendes por qué, necesitábamos que la mamá de un amigo nos fuera a buscar en una casa en Los Ruices para llevarnos hasta La Trinidad. Y la explicación que le dio el hijo a la pobre madre estaba llena de referencias al estilo de: “donde hace un poco de años había un carrito de perros calientes pero que ya que no está” o “donde siempre cortan la grama en ese jardín que es muy bonito” o “cuando nosotros vinimos hace seis horas había un Fiat rojo estacionado en toda la esquina”. Y lo insólito es que la señora a los 10 minutos estaba tocando la corneta afuera; como si toda esa madeja de despropósitos que le había enumerado su retoño al teléfono fueran todas las señas necesarias para llegar a buen destino.

Así somos.

Mis amigos insisten –y yo de bolsa les sigo haciendo caso- en que sea yo siempre el encargado de explicarle al perdido cómo tiene que llegar. Me temo que alguna fuerza burlona y suprahumana les ha convencido de que soy yo el que tiene que salirse de la fiesta, abandonar el concierto, perderse la mitad de la película porque “fulano, pobrecito, no sabe cómo llegar”. Y, finalmente, cuando el perdido se digna a aparecer no es extraño que me recrimine: “No me traje la cinta métrica, Jose, cómo quieres que sepa cuánto es a veinte metros de la tarima”, o incluso “pero me hubieras dicho que estabas al lado del gordo de la cachucha roja”, o “chamo, pero era más fácil que me hubieras ido a buscar al lado del arbolito” (y señala con el dedo en dirección a un camino donde hay cuarenta).

La última vez que me aplicaron la de “Jose… la pobre fulana tiene rato perdida, por qué no la vas a buscar” les dije: “Sí, voy a buscarla y ya vuelvo”. Y me calé mi concierto solito, en la última orilla, y cuando sonó el acorde final me fui a mi casa sin buscar nunca a nadie. Por cierto que nadie me llamó para preguntar si me había perdido pero sí me dijeron, al día siguiente, “Te perdiste la fiesta en casa de Elia que hicimos justo después del concierto, estuvo buenísima”.

Bueno, dejo el desvarío y sin más vueltas voy al grano. Ayer cumplió un año Gustavo Cerati desde que se nos fue para dar su personalísima vuelta por el universo. Y yo me pregunto si habrá alguien en este mundo que le sepa dar la dirección al pana para que regrese a casa, alguien que le sepa decir: “Gustavo, ubícate de frente al Ávila y ahora camina hacia abajo”; porque se me ocurre que Cerati ahora mismo estará cantando: “no es que estamos demasiado lejos, es que ya no sé volver”.

Yo les prometo que, si alguien se encarga de explicarle a Gustavo las señas, yo me pasaré todo el concierto buscando a los perdidos, perdiéndome con gusto toda la fiesta sin chistar, incluso cuando el loco se asome sobre la tarima después de tanto y diga gloriosamente: “Hola, Caracas… ¿me extraniaron?”


lunes, 9 de mayo de 2011

La salud de los enfermos (y la señal de los perdidos)



Ricardo Piglia comentaba en su visita a Caracas, hace unos tres años, que las lecturas que nos han marcado la vida no son sólo aquellas que recordamos per se, sino que también nos vienen asociadas en la memoria con un conjunto de recuerdos del contexto del momento en que las leíamos. Recordamos, sí, lo leído y cómo nos hacía sentir esa lectura, pero también recordamos la escena de dónde leíamos, qué nos pasaba en ese momento (más allá de los límites del libro), qué música escuchábamos, a quien frecuentábamos. Nos acordamos, en fin, no solo de la lectura que nos marcó, sino que tenemos una visión, una escena casi palpable, desde afuera de nosotros mismos. Somos a veces capaces de recordarnos en el acto de la lectura, como si la película –muy rara vez- fuéramos capaces de filmarla desde afuera, no con cámara subjetiva sino una cámara colocada fuera del encuadre con el que solemos percibir el mundo.

Tengo, sin embargo, una memoria de lectura que no tiene que ver con el momento en que leí. Una memoria de lectura que, más que muchos libros que me dejaron huella, contribuyó a ponerme aquí frente a esta máquina a intentar contar lo que pasó.

Resulta que los 18 tuve la alucinada convicción (azuzada por los orientadores vocacionales de la escuela donde me gradué de bachiller y también por mi propio padre) de que quería ser ingeniero. Así que presenté el examen de admisión de la UCAB para convertirme en estudiante de Ingeniera Industrial. Y así pasé todo un año convenciéndome –a pesar de todo: de los maestros, de las notas y, sobre todo, a pesar de mí mismo- estudiando cosas insólitas como análisis matemático (el I, repetido dos veces), geometría descriptiva (I y II), dos químicas, un dibujo técnico (debo tener el registro mundial de la peor calificación obtenida jamás en la materia) y dos lógicas (con las que intenté lidiar con toda mi ilógica posible). Cuando cumplí 19 de lo que estaba convencido era de mi absoluta, rotunda e incuestionable brutalidad.

Me saqué, durante aquel año de espanto, en la escala del 20: varios 02, un 03 gordísimo (acompañado por una nota en tinta roja que decía: llega a los resultados siguiendo un procedimiento totalmente incorrecto), un par de 05 (que les juro que para mí, justo al salir de los exámenes, no bajaban del 15 porque “había salido buenísimo”) y algunos onces y treces mediocrísimos pero que me permitieron inscribirme en el próximo semestre de inmolación industrial.

El último día de clases salí de la universidad en mi Chevette plateado matrículas XLH 281 y en el tráfico inmisericorde (tan inmisericorde como mis profesores de análisis matemático y geometría descriptiva) que me atrapó desde la recta de Montalbán hasta la estatua de María Lionza cabalgando su danta (cabalgar una danta es una belleza, por cierto) yo venía pensando en cómo demonios le iba a decir a mi papá que ni de vaina yo me inscribiría en el tercer semestre de ingeniería. Que estaba de acuerdo en que me desheredara, me quitara el apellido, que me dijera que en los Urriola los brutos y los cobardes estaban prohibidos. Lo aceptaba todo, excepto seguir empeñándome (sobre todo con los peñones con los que me estaba dando de cabezazos) en ser ingeniero. Que lo aceptara, yo quería estudiar letras o comunicación, pero yo no iba a ser ingeniero jamás (y si acaso lo iba a ser, garantizaba desde ya el derrumbamiento de todos los puentes en los que estuviera involucrado y la fusión de todas las máquinas con las que tuviera contacto de por vida).

Entonces levanté la mirada sobre el volante, miré la silueta del Ávila al fondo y exclamé en voz alta, con una especie de maullido que me salió desde el fondo del estómago comprimido en el formato de una ciruela pasa, “Dios mío, dame una señal”. Una señal que me dijera que era el momento para enfrentarse al vegetal y meterle una de las decepciones más estrepitosas de su vida. Y en eso el cassette que venía oyendo en el reproductor del carrito, seguramente con algo de Depeche Mode o The Smiths, llegó a su fin. Y pasó lo que siempre pasaba cuando la cinta llegaba a su fin en ese reproductor que sólo tenía un botón para expulsar la cinta o para adelantarla: se encendía la radio, la misma que no escuchaba jamás.

La verdad yo estaba esperando una señal distinta: que se viera la luna roja, que surcara la bóveda celeste una estrella fugaz (a pesar de ser las 4 de la tarde), que se me apareciera el fantasma de mi abuelita en el puesto del copiloto, algo de eso. Pero no, lo que sonaba era la radio. Simplemente. La radio donde un tipo con acento argentino, erres arrastradas y voz cavernosa de fumador crónico recitaba algo desde la única bocina delantera del Chevette.

Algo que decía así:

“–Ahora podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les daremos más trabajo.

Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.

Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.”

El hombre tosió, sonaron los papeles que tenía en la mano. Hubo un silencio y luego la voz de la locutora de la Emisora Cultural de Caracas: “Acabamos de escuchar La salud de los enfermos en la voz de su autor, el escritor Julio Cortázar”.

Recordé entonces que ya había leído el cuento a los 15. Que papá me lo había marcado entre otros, con un asterisco en el índice, en su libro con los cuentos completos de Cortázar que él mismo había forrado con papel marrón (imitación de madera con la que se forraban los cuadernos de 5to grado). Recordé que el cuento no me había gustado especialmente; no era para nada de mis favoritos, que me quedaba más bien con La señorita Cora, con Omnibús, con Una Flor Amarilla, con Cartas a una señorita en París, con Axolotl o con la Noche bocarriba.

Pero yo había pedido una señal para saber qué hacer con mi vida y La salud de los enfermos me había dado la bengala para perdidos que estaba necesitando para armarme de valor y hablar con papá.

Llegué a casa y se lo solté todo. Papá se acomodó los lentes sobre la nariz y me dijo: “Estudiar una carrera que a uno no le gusta es como estar casado con una mujer a la que uno no quiere”.

Nunca más he vuelto a leer ese cuento de Cortázar. Imagino que aparecerá él solito la próxima vez que necesite una señal que me saque del hoyo para lanzarme dentro de otro nuevo. Y la verdad, pensando en lo que decía Piglia, no quiero que ninguna memoria de lector me suplante ésta que me regaló la vida.

No conseguí “La salud de los enfermos”, pero aquí les dejo “Me caigo y me levanto” en la voz de Julio Cortázar.