jueves, 21 de junio de 2012

Monsieur Clarinete


El Clarinete (1911), Pablo Picasso

A esas horas ya poca gente viaja en el metro, pero como soy un animal de costumbres y me gusta ser neciamente fiel a mis propios rituales siempre me empeño en caminar hasta el fondo del andén para subirme al último vagón que suele estar más despejado. Me pongo mis audífonos y les doy vatio, viajar en metro con buena música me da la idea de estarme montando mi propio cortometraje con soundtrack particular.  Viajo dos estaciones y en San Antonio se sube el viejo del clarinete, se ancla con las dos piernas y recuesta la espalda contra la puerta que nunca abre, hace gesto como de sacerdote que se dispone a iniciar la homilía, se acerca el instrumento a los labios y sopla.  Toca el clarinete, o lo cree tocar, mientras presiona las llaves plateadas con sus dedazos de albañil. Sobre la muñeca izquierda luce un reloj cuyas manecillas doradas se han quedado detenidas -quién sabe desde cuándo y para siempre- a las nueve y cuarto.

A partir de ese momento ocurre en el vagón algo que denominaré una bifurcación rostral. Todas las caras de los viajantes, incluyendo la mía, se debaten entre dos grandes expresiones; la primera (de hastío): “¡Joder, otra vez el viejo del clarinete, a estas horas y uno con estas ganas de llegar a casa!”, la segunda (tan similar a la del estreñimiento): “¿Pero qué coño será lo que está tratando de tocar este viejo?”. Yo me sumo a los del segundo bando. Me quito respetuosamente los audífonos y acudo a mi ínfimo conocimiento de música popular (porque yo soy de los que no me entero nunca de la canción hasta que llega el estribillo; allí,  rara vez y con suerte, puede que la pegue). A veces creo que toca el Cielito Lindo, a veces creo que es El rey, a veces he creído adivinar a La bikina. Creo que el viejo también cree que está tocando eso; pero hay algo en su clarinete -aporreado y anciano como quien lo sopla- que también se ha quedado perdido para siempre entre las nueve y cuarto.

Pero es que hay un momento en la vida en que todos los viejos son los de uno (con excepción, por favor, de José Vicente Rangel), entonces sucumbes ante las ganas de que ese pobre hombre toque bien. Que le salga bien, que logre pegar un par de acordes seguidos, por Dios. Como si se tratara de la niña de uno que hoy da su primer recital de piano, la pobre que tiene siete años, en ese auditorio lleno de copetes y laca, atestado de sabihondos con permanente cara de estarse respirando una flatulencia. Y la niña tiene que tocar el canon de Pachelbel -eso al menos es lo que dice la partitura- pero lo que sale de ese piano miserable es Stockhausen puro. Ni modo, uno no tiene más remedio que dejarse invadir por un ánimo idéntico al de un futbolista, en el minuto 85 de juego, perdiendo 2 a 0 contra el Barça, que se entera de que Guardiola ha metido al campo a Messi, Xavi e Iniesta. Nada, flaco, perdimos. Esta vaina se jodió.

Una vez, hace meses, la primera que me enfrenté al recital del viejo clarinetista del metro, me conmoví y acabé dándole 10 pesos. Y la gente del vagón me miró con mala cara. Una cara de odio bien mezclado con desprecio: “¿En serio, pendejo, tú le vas a dar dinero al viejo después de habernos condenado a esta tortura durante 5 estaciones?”.

El martes pasado el destino decidió someterme de nuevo a otro viaje con clarinete de fondo. Pero el viejo lucía especialmente cansado esa noche, apenas sopló sus notas indescifrables entre San Antonio y Tacubaya, y allí, notablemente fatigado, se me sentó en el puesto vacío de al lado. Se puso el clarinete sobre el regazo y lo abrazó con su mano  de las nueve y cuarto. Luego se metió la mano libre en el bolsillo de la camisa y sacó dos caramelos de esos con sabor a mango pero cubiertos con chamoy. Se metió uno en la boca, como un diabético que necesita subirse urgentemente los niveles de glucosa, el otro, con esos dedos marcados por la vida dura, me lo ofreció sin mediar palabra.  Mi primera reacción fue decirle que no, gracias (la verdad es que aún no decido si me gustan los dulces con chamoy, son como comerse un caramelo que se te ha caído en una salsa de limón con picante, las papilas gustativas no entienden nada y el cerebro mucho menos); pero entonces recordé -a toda velocidad- el sabio consejo que un amigo me dio una vez: “pana, así no tomes café, así lo aborrezcas, cuando la abuelita de tu novia te ofrezca un cafecito no le digas nunca que no; no seas pendejo y tómate ese cafecito”; así que le acepté el caramelo al señor. Quise hablarle de algo, de lo que fuera, cualquier cosa, pero no se me ocurrió nada feliz qué decir. Además, sentía que el viejo no estaba para charlas. Nos quedamos en silencio chupando los caramelos. Una estación antes de la mía el viejo me dio un golpecito en la rodilla como diciendo “bueno, amigo, yo me bajo aquí”. Se puso de pie con su clarinete a cuestas y se bajó en Auditorio.

Me quedé saboreando el caramelo, pensando en las palabras desgarradoras de una querida amiga cuyo padre había sido un notable, uno de los cerebros más lúcidos de la Venezuela del siglo XX, pero a quien le había tocado una vejez atroz, de esas en las que uno acaba convertido en otra persona, o más bien en un bebé incapaz de valerse por sí mismo: “Dios no existe, que a papá le haya tocado una vejez así es la prueba”. Y yo traté de consolarla, de decirle algo que le diera ánimos, pero también entonces me tuve que quedar callado, sin nada afortunado para decir. Me quedé pensando en la vejez, en la injusticia que padecen los que encaran una vejez poco digna, en los caramelos con chile y en todas esas cosas que aún no sé decidir si me gustan o no. Y también en la vida, el universo y todo lo demás (ese maravilloso título de Douglas Adams que se me antoja el mejor jamás).

Se me acabó el caramelo, me bajé al andén desierto, lo recorrí como un fantasma. Algún día tocaré el clarinete.

viernes, 15 de junio de 2012

A la salud de los murciélagos (mejor con mezcal que con tequila)



Me he convertido ahora en amigo de murciélagos. He descubierto en estos animales, los únicos mamíferos voladores, a unos tipos entrañables a los que la ignorancia les ha adjudicado una inmerecida y pésima fama. No tenía idea, antes de tener la peculiar gracia de familiarizarme con ellos, que el 97% de las especies de murciélagos se alimentan exclusivamente de frutas, insectos o polen, mientras que los llamados vampiros (murciélagos hematófagos) conforman apenas el 3% de los quirópteros del planeta y solo habitan en el continente americano. No existen vampiros europeos, lo que hace especialmente curioso que Bram Stoker y Guy de Maupassant, entre otros europeos que ayudaron a construir el imaginario del vampiro, se hayan apasionado por una criatura a la que jamás vieron volar por sus territorios (excepto, claro está, los de la imaginación). Por cierto, los vampiros tampoco tienen esos colmillos largos que todos pensamos, sus dientes más prominentes son los incisivos ubicados al frente de sus bocas, los mismos que utilizan como espátulas afiladas para roer la superficie de la piel de los animales y luego lamen la sangre (no la chupan) por medio de sus lenguas provistas de una sustancia que impide la coagulación.

Sin embargo, hay una verdad científica relacionada con los murciélagos que se asemeja más a la ciencia ficción que a la literatura fantástica y esa es la que me gustaría compartir el día de hoy. Es la historia de los murciélagos tequileros. Resulta que los murciélagos del tequila son los únicos animales en el mundo capaces de polinizar al agave azul, planta de donde se extrae la materia prima para elaborar el tequila. El murciélago vuela en las noches y busca a la planta hembra de agave azul que ya ha abierto su enorme flor, el animal se posiciona al vuelo –como un colibrí del inframundo– sobre du objeto del deseo, introduce la cara en la masa carnosa y saca su larga lengua para succionar el polen mientras deja caer la simiente de las plantas macho que ha visitado anteriormente. La planta hembra queda así polinizada y es entonces capaz de engendrar a una nueva planta que genéticamente es el equilibrado producto del ADN de sus padres.

Pero también resulta que los fabricantes del tequila saben bien que, como toda mujer voluptuosa, la agave azul se carga de líquido y se hace especialmente sensual justo en el momento en que necesita ser polinizada. Y justo en ese instante la cortan, antes de que el murciélago tequilero logre cumplir con su misión fecundadora, porque así pueden hacerse de algunos litros más del anhelado elixir. Y la planta, al saber que no será polinizada, que otra de sus flores voluptuosas se ha quedado sin beso, decide entonces apelar al plan B con el que la naturaleza le ha dotado en casos de emergencia: se clona a sí misma y da vida a una nueva planta de agave azul que genéticamente es idéntica a su progenitora. Pero esa nueva planta es débil, está condenada a vivir con la mitad de los genes que le correspondían. El agave azul es hoy una especie en extinción y el murciélago tequilero se ha visto obligado a migrar para buscarse otras flores de otras plantas; por ejemplo: otras especies de agave como el que origina el mezcal.

Los organismos preocupados por la conservación de los murciélagos están buscando la manera de convencer a las empresas que cosechan y fabrican el tequila que reserven apenas el 1% de sus plantaciones de agave azul para que sean polinizadas por la vía natural. Pero la codicia es grande y las cuentas finales no serían tan gordas como los empresarios del tequila esperan, así que mejor no jodan tanto y vamos a dejar que el agave azul se clone solito y que los murciélagos a falta de pan coman tortas.

Este mundo, ya lo vemos, sigue poblado de María Antonietas. No se dan cuenta de que a la vuelta de unos años no habrá con qué hacer tequila y ellos mismos se estarían metiendo de cabeza en su particular  guillotina.

Ojalá, la próxima vez que nos enfrentemos a un tequilita, pensemos en esta historia y lo cambiemos mejor por un mezcal. Y brindemos, entre otras cosas, a la salud de los murciélagos.

jueves, 7 de junio de 2012

Nuestras Crónicas marcianas



Ha despegado ayer rumbo a Marte el gran Ray Bradbury. Tenía 91 años. Hace apenas un año, a razón de sus 90 vueltas al sol (desde la Tierra, porque las seguirá dando pero ahora desde otro espacio) me hicieron llegar una entrevista que culminaba con una de sus genialidades; ante la pregunta del periodista de “¿Y ahora que tiene 90, qué planes tiene para el futuro?”, Bradbury respondía: “Pues estoy planificando mis obras para los próximos 10 años y espero que me puedan acompañar”. Me imagino, aunque no haya evidencia de ello en la nota de prensa, que Bradbury cerró la frase con una sonora carcajada. Bien por la ironía que encerraban sus palabras en boca de un nonagenario o bien porque Bradbury se sentía –se sabía– inmortal.

Pero entonces llegó este triste 6 de junio de 2012, de este nefasto primer semestre del 2012 que se llevó también a Moebius (exigimos una indemnización tras semejante doble agravio), y el viejo Ray decidió subirse a su nave espacial para mudarse a esos mundos que tanto imaginó y nos hizo imaginar. Mucho se ha escrito en estas horas recientes sobre Bradbury, pero creo que ninguna imagen me hizo tanta mella, ni me hizo sentir tan profundamente identificado, como la compartida por el periodista y escritor venezolano Boris Muñoz: “El domingo, en mi mudanza, acomodando los libros en la biblioteca, puse los de Bradbury, como siempre, entre los que me gusta que queden más a mano. Los limpié bien, los revisé a ver si no se había salido alguna página de las que ya están pegadas con teipe. Me han acompañado desde adolescente, cuando los saqué de la biblioteca de mi tío Melo y me los autoregalé…” 

Me gusta especialmente esa manera de recordar a Bradbury, de apoderarse de él. Porque estoy seguro de que los libros de Bradbury, como los de muy pocos autores, despiertan en uno esa especie de fetichismo noble, sano, necesario. Son como reliquias de inexplicable valor que uno atesora desde el mismo momento en que los descubrió, se convierten en una parte fundamental del propio organismo, van con uno a donde uno se mude, y en la vorágine de tantas idas y venidas se te pueden olvidar la billetera, el pasaporte, la computadora o los zapatos preferidos, pero el librito de Bradbury –sí, ese mismo que está maltrecho, deshojándose y a punto de atomizarse, con un precio viejo aún pegado a la tapa que te habla de un tiempo y un espacio que quedan hoy aún más lejos que Marte– no se te queda jamás. Ése se viene contigo, porque abandonarlo sería como arrancarse el pulgar derecho, dejarlo sobre la mesa de noche y jurar que no te va a hacer falta nunca más.

Estoy seguro de que a lo largo de mi vida no he recomendado ni regalado tanto un libro a tantísima gente distinta como Las crónicas marcianas de Bradbury. Y jamás, hago énfasis en el jamás, me dejó mal parado. Bradbury nunca nos decepcionó.

Recuerdo perfectamente el día en que mi padre, un día que fuimos a acompañar a mi hermana a la Universidad Católica, se metió en la librería que quedaba a un costado del Módulo 5 y se pasó largo rato entre los libros. Como yo tenía 16 y a esa edad a uno es especialmente idiota y le da muchísima vergüenza que lo vean con un viejo hurgando entre los libros, sobre todo en  un entorno donde toda la fauna ronda la veintena, decidí esperarlo afuera y asumir mi mejor postura del joven universitario interesante que no era (ni fui). En eso salió el viejo con un único libro bajo el brazo, me lo entregó con una dedicatoria en la primera página escrita con su hermosa letra inimitable. Eran Las crónicas marcianas.

Me lo leí esa misma tarde con cierto escepticismo socarrón, porque a mí en aquel entonces me gustaba la ciencia ficción, pero de la dura, esa que hablaba del cyberpunk, de mutantes, de parsecs y de leyes de la robótica, que se empeñaba neciamente en explicar con base científica cómo operaba exactamente la nave espacial para comerse los años luz y cómo se injertaban quirúrgicamente los chips y las prótesis metalmecánicas en la carne. Bradbury, visto desde afuera, pertenecía a la raza inferior de la ciencia ficción blanda, era una cosa vetusta y mohosa, una ciencia ficción que tenía el aroma de la colonia y del tónico capilar del viejo. Pero me lo empecé a leer y cuando iba por la mitad ya Bradbury (y mi papá) me habían ganado por goleada. Me habían echado la revolcada de mi vida. Había caído rendido ante la grandeza de un escritor que dejaba en pañales, con su humilde maestría, a toda la gama de soberbios a los que yo rendía pleitesía antes de descubrirlo. Sacaba mi banderita blanca y con una sonrisa enorme la blandía, y cuando llegué a la última crónica: “El picnic de un millón de años”, ya yo había sentenciado que estaba leyendo una de las mejores cosas que podría leerme en la vida. Qué belleza, es una de las pocas sentencias en todos estos años que no he tenido que reconsiderar jamás.

Esas Crónicas marcianas de tapa azul, con prólogo de Jorge Luis Borges y con la dedicatoria a puño y letra de mi padre me han acompañado durante veinticinco años. Estuvieron conmigo en la casita de La Boyera, luego en el apartamento de La Bonita, más tarde de nuevo en La Boyera, después se fueron conmigo al anexo en El Placer, viajaron conmigo más tarde a mi piso de la calle Diputación en Barcelona, después regresaron al terruño en mi nueva casa de El Hatillo, después se vinieron a mi apartamento de San Luis y ahora mismo –mientras escribo estas líneas– lo tengo aquí sobre el escritorio de mi departamento mexicano. Ese libro, hoy día, no sólo contiene Las crónicas marcianas escritas por Bradbury sino que contiene las crónicas de mi propia vida. Y en ese libro, no me cabe duda, se seguirán escribiendo otras crónicas que aún ni puedo sospechar.

Ayer, mientras todos recordábamos nuestro propio y personalísimo Ray, mi amiga Natalia Bonet me compartía esta anécdota desprendida del imaginario de Bradbury: “Él contaba que de niño un hombre lo señaló y le dijo ‘tú vivirás para siempre’, en algunas versiones de la historia era un condenado a muerte en una silla eléctrica y en otras un hombre eléctrico de un circo, yo ya me había empezado a creer esa profecía literalmente”.

Poco importa ya la auténtica naturaleza de este profeta-hombre-eléctrico, el punto es que no se equivocaba en su extraño vaticinio: Bradbury, nos consta a todos los herederos de su magnífico legado, es –hoy más que nunca– inmortal.

lunes, 4 de junio de 2012

Gremlin



Pana, ¿cómo es que se llamaba el Gremlin? Yo no me acuerdo, tengo rato tratando de acordarme cómo se llamaba ese loco y nada. ¿Gualberto? ¿Heriberto? ¿Gilberto? Bueno, el Gremlin, ése, el que era técnico de Cinemakit y la gorda María Esther se lo llevó para que nos echara una mano con el documental que estábamos haciendo por Paraguaná, ¿te acuerdas? El pana era flaco y cabezón y le faltaban estos cuatro dientes de aquí adelante. Parecía un LTD de eso del 78 que ha perdido la parrilla y tiene un hueco en el medio de la cara enmarcado por los faros.  Y lo peor es que el loco no paraba de reírse nunca.

Bueno, ese día nos fuimos a grabar al Cabo San Román, allá donde Alfredo hasta el sol de hoy jura que no dejó los interiores azules enterrados en la arena luego de que hizo lo que hizo; pero todos sabemos que sí. Que no nos venga a joder. Porque eran azules los interiores y el traje de baño amarillo, y se transparentaba. Y de pronto Alfredo dijo “ya vengo” y  se perdió entre las dunas y cuando volvió se metió en el mar y entonces salió todo transparentado y ya estaba mojado y con la tela amarilla pegada del culo desnudo.  Nosotros estábamos ahí esa tarde grabando el paisaje, con el trípode clavado en la arena y la cámara apuntando al horizonte (“ese pedazo de costa allá al fondo es Bonaire, güevón”, dijo alguien) y en eso entonces el Gremlin gritó: “¡Marico, mosca, viene un perro!” y venía ese loco corriendo por la playa con un perro atrás tirándole mordiscos a los tobillos. Y corrimos todos, dejamos esa cámara ahí abandonada, y yo te juro que no sabía que era capaz de saltar tan alto. Me subí de un brinco al techo de la camioneta y cuando aterricé allá arriba, parado (porque caí parado, te lo juro), ya había como 15 personas montadas en ese techo. Incluyendo a la Gorda, güevón. No me expliques cómo la Gorda corrió más y saltó más que todos nosotros. La Gorda era la primera, paradita en el centro.

El perro nos estuvo ladrando y mostrando los colmillos hasta que se cansó y se fue. Y el Gremlin le ladraba desde arriba y le pelaba los dientes que no tenía. Yo creo que el perro se asustó, pana, porque imagínate tú cómo sería un mordisco del Gremlin. Seguro que el perro pensó esa vaina. Y aunque el perro se fue y lo vimos perderse detrás de las dunas nos quedamos un rato abrazados todos allá arriba y haciendo equilibrio sobre el techo de la camioneta de Hans. Y entonces yo eché el cuento de Tureco, un perro del llano venezolano que era el único capaz de ahuyentar al Silbón, al Silbón, viejo, que tiene piernas de 4 metros de altura y que cuando silba lejos es porque está cerca y cuando el silbido se oye de cerca es porque está lejos, y que lleva un costal con los huesos de su papá al que mató a machetazos y anda buscando gente para meterla en el mismo saco y con el mismo machete. Y la tarde comenzó a caer y yo seguí contando cuentos de espantos y de aparecidos y de vainas raras de esas que me contaba mi papá y la Gorda comenzó a cagarse, chamo, a cagarse en serio. Pero la estábamos pasando bien en ese techo y además alguien se sacó de la maleta una botella de ron y nos la estábamos bebiendo a pico.

Cuando por fin nos bajamos del techo –por insistencia de la Gorda, que si no nos quedábamos hasta mañana– era ya de noche cerrada y la verdad no teníamos idea de cuál era el camino de vuelta a la casa de Paula donde nos estábamos quedando en Adícora.  Pero eso no importaba porque a esa edad uno es inmortal y el camino se lo inventa uno. Entonces, cuando estaba a punto de subirme a la otra camioneta, la de Roberto, se me acercaron Hans y el Gremlin y me llamaron aparte: “Chamo, llévense ustedes a la Gorda y manténganla cagada, nosotros nos vamos a adelantar y los esperamos escondidos cerca de la carretera. Vamos a asustar a la Gorda”. “Sí va, panitas”.

Yo no sé qué otros cuentos nos inventamos durante el viaje de regreso, creo que hablamos de la Llorona y de la Sayona y de no-se-quién a quien el papá muerto lo había despertado la noche de su aniversario con una nalgada (porque nadie en esa familia se había acordado de hacerle misa ni llevarle flores a la tumba), qué sé yo, lo que sé es que cuando estábamos llegando a la carretera ya se nos había olvidado lo del plan de Hans y del Gremlin para asustar a la Gorda y lo que veníamos éramos cagados del miedo todos.  Entonces, en medio de la oscuridad, con un frío interno que ni el ron podía ya con él, nos ha saltado una vaina encima y chocó durísimo contra la ventanilla del puesto del copiloto donde iba la Gorda sentada. Era un aparecido con un trapo cubriéndole la cabeza. La Gorda gritó y gritó, con un alarido que se parecía un montón al llanto, y cuando el espanto por fin dejó de retorcerse y pegar gruñidos y se quitó el trapo de la cabeza, nos dimos cuenta de que era el Gremlin cagado de la risa con su sonrisota hueca. Coño de su madre. Nos estuvimos riendo kilómetros. Todos menos la Gorda, bueno la Gorda también, lo que pasa es que alternaba las risas con mentadas de madre.

Nos estuvimos riendo hasta que pasó lo de la vaca. Una vaca, loco, nosotros como a 120 kilómetros por hora en medio de la noche y de repente aparece una vaca en medio de la carretera y ni la vimos. Aquella vaina sonó como si hubiéramos chocado de frente contra un autobús y no entendíamos nada hasta que nos dimos cuenta de que estábamos cubiertos desde el pelo hasta el dedo gordo del pie con mierda de vaca. Todo estaba salpicado, el mundo era marrón, todo marrón, viejito. Nos cayó bosta hasta dentro de la boca. Nos bajamos temblando y vimos a la vaca estaba tirada allí sobre la orilla del camino; hacía así, güevón, con las patas, como si tuviera epilepsia. Y la camioneta de Roberto estaba destrozada con el radiador partido en dos.

Pero estábamos cerca ya. Le encajamos una toalla al radiador y decidimos seguir hasta la casa. Te juro que nadie habló hasta que por fin llegamos al baño a quitarnos el mierdero de encima.

“Chamo, qué coño les pasó”. “Una vaca, marico, atropellamos a una vaca”. “Mierda”. “Sí, eso, exactamente”.

Esa noche nos acostamos temprano. Coño, panita, es que te confieso que yo una vez de carajito le di la mitad de un helado de uva a un tucán que tenía en su jardín la vecina y creo que lo maté, lo dejé allí temblando del frío sobre el palito y huí, y ahora, años después, era cómplice también del asesinato de una vaca. Esas vainas uno las tiene que pagar, ¿no? Seguro que cuando yo me muera a mí San Pedro no me deja entrar y me dice: “a ti te salen 200 años de purgatorio nada más que por lo de la vaca y el tucán, coño e’ tu madre”. Bueno, el punto fue que nos acostamos a dormir porque estábamos reventados y literalmente hechos mierda. Y cada quien se metió en su litera, en su colchoneta inflable, en su saco de dormir, todos menos el Gremlin que dijo: “yo voy a guindar mi hamaca aquí afuera y me voy a dormir mirando a las estrellas”. Lo último que recuerdo fue al loco amarrando un mecate de la única palmera que había en ese patio.

“¿De verdad este pana va a dormir allá afuera?”. “Sí, vale, ese carajo duerme donde sea”.

Ahí lo dejamos. Creo que fue una de las pocas veces en mi vida que puse la cabeza sobre la almohada y me dormí. Me dormí como si me hubieran desenchufado.

Me desperté con el estallido. Fue primero como un desgarro y luego una explosión, un estruendo, como si nos hubiera caído la turbina de un avión sobre el techo de zinc. Yo fui uno de los últimos en salir. Cuando llegué al patio ya estaban Roberto, Alfredo, Gaby, Paula, Nelson, Stacy, Hans y la Gorda afuera. Ah, y el Gremlin. El Gremlin, panita, en medio de todos ellos. El Gremlin en interiores, marico, con los brazos cruzados y titiritando del frío. Yo creo que es la única vez que el Gremlin no se estaba riendo en su vida. Y detrás del Gremlin la palmerota tirada en el suelo. Apenas quedaba en pie un pedazo de tronco como de un metro de altura y con la parte de arriba toda astillada y chamuscada.

“Coño, ¿y aquí que pasó?”, pregunté. “Un rayo, chamo, yo creo que fue un rayo” respondió el Gremlin. Y luego agregó, mirando todavía al piso, “Yo estaba durmiendo y de repente sonó un carajazo, me caí con hamaca y todo y de vaina se me cae la palmera encima. Estoy vivo de vaina”.

Y lo más inexplicable, viejo, era que no estaba ni lloviendo ¿Tú me puedes explicar?

“Bien hecho, carajo, eso les pasa por estarme asustando”, sentenció la Gorda, y dicho esto se fue tongoneándose hacia su cuarto con su inmenso fundillo a cuestas.

¿Y sabes por qué nunca te eché este cuento hasta hoy? Porque no podía, panita. No me salía. Han pasado como veinte años y nada que podía. Pero llevo ya algún tiempo recordando a la Gorda. Pensando un montón en ella. Quién coño se iba a imaginar que poco después se nos iba a morir en ese accidente de tránsito. Tanto bicho malo que nada que se muere y Dios se antoja de llevarse a la Gorda y además así, de esa manera. Y yo me he pasado todos estos años con ganas de recordarlo con ella. Irla a visitar y decirle: “Mira, GoLda, ¿tú te acuerdas de aquel viaje a Paraguaná con el Gremlin?”. Seguro que se cagaba de risa. Y nos volvía a mentar la madre a todos. Es que veinte años sin esas risas y esas mentadas de madre es demasiado tiempo, viejito.