miércoles, 21 de noviembre de 2012

Subterráneos



Un profesor de guion cinematográfico me enseñó hace unos cuantos años un término que desde entonces no ha dejado de rondarme: Locus. El locus es un lugar cargado de un sustrato mitopoético que trasciende al espacio físico en sí, es un lugar que arrastra consigo un significado o metáfora de gran poder simbólico. De esa manera, incorporar una escena de desierto a una película acabaría representando mucho más que el desierto por sí mismo: es el espacio donde el personaje queda reducido a la soledad, aplastado contra el horizonte sin límites, sumido ante el vértigo del vacío existencial o en ese tránsito por la vida en situaciones críticas o de profunda precariedad. De la misma forma: la carretera sería también un locus (especialmente en la road movies), como lo son -si se utilizan con criterio- la playa, la montaña o el bosque.

En aquellos tiempos yo estaba empeñado en incorporar a mi guion una secuencia en el metro y el profesor me preguntó que por qué en el metro. Ah, porque me gustan los metros, me imagino la escena en tal estación con los personajes en el andén, la escalera en punta de fuga por la izquierda del encuadre y el tren que entra por la derecha cuando ellos se besan. No, Urriola, me vas a disculpar pero el metro sólo tendría sentido en esa historia como metáfora del inframundo, como descenso a los infiernos, como la estadía en un espacio subterráneo donde se subvierten las vidas y leyes de la superficie; el metro debería funcionar como un locus y no como una locación más.

Me dejó callado. Callado como sólo uno se puede quedar cuando detesta un poco al que te calla la boca y lo único que piensas, sin ser capaz de verbalizarlo, es: Qué cabrón, tan bonita que consideraba mi idea y ahora me la has arruinado con toda la razón que llevas.

Hay metros (o los hubo, ya no sé) que son la evidencia de la posibilidad de una vida alterna. Los caraqueños durante los años 80 y parte de los 90 éramos mejores en metro que en la superficie de la ciudad. Con los años nos fuimos encargando de extrapolar el caos, el bochinche y el malandreo de afuera al espacio subterráneo. Hay metros modernísimos en ciudades que en la superficie se quedaron congeladas en el tiempo. Hay ciudades muy modernas que albergan en sus entrañas a metros que son idénticos a los viejos trenes de hierro oxidado y maderas crujientes. En fin, hay subterráneos que imitan la vida del exterior y hay otros que se empeñan en contradecirla. Estoy convencido de que nunca nos llevamos una imagen real de la ciudad que visitamos si no nos aventuramos a viajar en su metro, a internarnos en ese complejo submundo de galerías, túneles, escaleras, andenes, vagones y, por supuesto, a sus respectivas faunas del inframundo que los habitan. Las ciudades se aprehenden a medida en que las caminamos, pero también en la medida en que nos movemos en ese locus que esconden bajo la epidermis.

Llevo un par de años desplazándome por un metro que no se parece a ningún otro que haya conocido. Un subterráneo que me obliga a observarlo con la mirada antropológica del antropólogo que nunca fui y con la del documentalista que –aunque me haya distanciado del cine documental- jamás dejaré de ser. Es un metro donde, estoy seguro, un cineasta como David Lynch gozaría una bola. Sólo tendría que internarse en él con una cámara oculta, grabar en plano secuencia de cabo a rabo en la línea verde (aunque también podría ser la marrón) y luego entregarle el material bruto sin edición alguna a Angelo Badalamenti para que le ponga música. Listo. Saldría de allí una película de Lynch con toda la demencia y la hermosura, con todo el delirio y la extraña belleza perturbadora típicos de Lynch.

El metro del D.F. mexicano es un submundo donde la gente come y bebe de todo, se besa (se besan con la pasión de dos amantes que se encuentran por primera vez en la habitación de un motel), compran y venden los artículos más insospechados, declaman poesías, hacen artes performáticas, vociferan discursos políticos, ponen música a todo volumen por medio de bocinas que los vendedores ambulantes llevan dentro de sus mochilas cargadas a la espalda… y hasta hay faquires que hacen espectáculos sobre el suelo del vagón donde se revuelcan descamisados en un manto de vidrios molidos. Y todo eso es visto por los viajantes con la más absoluta normalidad, incluso con descarada indiferencia.

Pero a veces la extraordinaria cotidianidad se ve trastocada por picos agudos que incluso le paran los pelos de punta a quienes tienen la piel más gruesa y han perdido toda capacidad de asombro. Con el paso del tiempo este particular inframundo se ha visto progresivamente contaminado o salpicado por escenas que me atrevería a catalogar de violencia soterrada. Hace un buen tiempo que no veo al peculiar faquir con su manto negro donde cargaba botellas multicolores de refresco trituradas, ahora ha sido sustituido por una nueva generación de espontáneos que llevan las caras, brazos y espaldas llenos de costras y sangre fresca. Los nuevos faquires entran al vagón en dúos o tríos, apartan a la gente (o la gente se aparta sola porque ya sabe lo que viene), lanzan sus vidrios molidos cerca de las puertas del vagón -son vidrios mucho más delgados como de vasos o copas de cristal-, uno de ellos se inclina sobre el vidriero y el otro le ayuda con fuerza a estrellarse varias veces contra los cristales, como quien se empeña en triturarle la cabeza a un rival contra el borde de una acera. Cuando el metro está a punto de llegar a la próxima estación, se levantan, recogen rápidamente los vidrios ensangrentados y pasan la gorra. Una vez se bajan el vagón queda sumido en un silencio tenso que se parece un montón al pánico. Allí en el piso queda el manchón delator que con mal disimulo queremos ignorar.

La otra noche me tocó, ya por tercera o cuarta vez, inmolarme gratuitamente con uno de estos espectáculos de los faquires 2.0. Al terminar el grotesco performance uno de los ensangrentados me pidió dinero y le respondí que no con la cabeza. Masculló algo que seguro era un insulto -pero que no oí por llevar siempre los audífonos a todo vatio- e hizo el ademán de lanzarme una patada, y como uno se asusta y se arrecha en su propio idioma, me arranqué los audífonos y le dije en perfecto venezolano: ¿qué te pasa, mamagüevo? Se me quedaron mirando como quien ha visto a un ornitorrinco parlante. Se rieron y bajaron en la misma estación que yo (vaya pésima suerte), iban por el andén desierto unos pasos más adelante, todavía riendo y lanzando miradas hacia atrás. Entonces, en el medio de aquella soledad –creo que mi generación ha desarrollado un pánico especial, por culpa de “La noche de los muertos vivientes”, a los lugares desiertos que se suponen deberían estar siempre llenos de gente- divisé a un vendedor de discos en formato mp3, con sus bocinas en la mochila: “Vengo a ofrecerles los grandes éxitos de la música alternativa, 10 pesos les cuesta, 10 pesos le vale”. Me quedé a su lado con la convicción de que la música salva. Y también me quedé allí porque ese sujeto era la evidencia de aquello que decía la letra de una canción de esas que escuchaban mis hermanas pero cuyo título no logro recordar: “no te olvides que las flores nacen en el fango”.

Suenan las 110 canciones con los grandes éxitos de la música alternativa (una etiqueta que ya no le va porque el mercado omnipresente se ha encargado de adocenarla). Suenan en loop. Me van domesticando el recuerdo, se encargan de hacerme la memoria más amable mientras escribo estas líneas sobre esos mundos subterráneos que a veces son inframundo pero a veces también luz al final del túnel. 

jueves, 15 de noviembre de 2012

Relato tóxico con Pelé al fondo.



Hay días, pero sobre todo noches, en los que uno realmente no sabe qué pasa. Culpemos a las malas/buenas juntas, culpemos a una desquiciada convergencia de factores emocionales y astrológicos, culpemos sobre todo a la Luna, porque la Luna debe tener la culpa de todo (especialmente de lo bueno). El punto es que en octubre de 2010 ocurrió una de estas noches que acabó en intoxicación y luego en foto con Pelé.

La noche en cuestión comenzaría con una invitación a ver una pelea de boxeo en un local ubicado por los lados de La Condesa. Era una noche de puños de esas patrocinadas por HBO y donde los tragos iban por cuenta de la casa. Mi esposa estaba un poco renuente porque aquello de la salvajada que le significaba ver a dos tipos en pantalones cortos enguantados y partiéndose las  respectivas madres. A mí me interesaba tibiamente; digamos que sentía eso que llama Roland Barthes “studium”, refiriéndose a la capacidad que tienen algunas imágenes de gustarnos o disgustarnos pero sin llegar a los niveles del “to love” o el “to hate”. Para el resto del grupete de amigos y colegas del trabajo de mi mujer ya la cosa rayaba en el “punctum” (para seguir con Barthes): algo que te punza, que adoras o aborreces con una pasión que sí va por los derroteros del amar o el odiar. Mi esposa acabó la sesión pugilística recostada de la barra de seguridad, gritando cosas como “¡Dale, remátalo, aplícale el uno-dos, noquéalo, coño!”, mientras todos los demás librábamos nuestra propia batalla personal enfrentando la amplia gama de cervezas, mezcales y tequilas que nos ofrecían gratuitamente mientras algo de menor importancia pasaba allá sobre el ring. Salimos de ese local tambaleándonos como si los boxeadores al borde del knock-out hubiéramos sido nosotros.

En las afueras nos esperaba Carlos Roberto, un compañero de trabajo de mi esposa que había venido a trabajar en ese evento del boxeo y se volvía a Caracas junto con nosotros al día siguiente. Y creo que fue por culpa de Carlos Roberto (la mezcla de tequila con mezcal y birras nubla un poco la memoria) que acabamos metiéndonos “unos toques” de electricidad, a 15 pesos la descarga, que ofrecía un individuo provisto de una batería de esas para autos y unas pinzas metálicas que la víctima debía sujetar a la vez con ambas manos.

La experiencia de los toques es realmente marciana, al principio uno siente un ligero cosquilleo, la electricidad que amablemente le va a uno hormigueando desde las manos hasta la coronilla y las plantas de los pies, pero entonces el dueño de la batería comienza a girar una perilla y le mete potencia al asunto: el cuerpo comienza a crisparse, a contorsionarse, literalmente se te ponen los pelos de punta y comienzas a gritar ante la angustia de que algo por dentro se te esté chamuscando. Lo terrible es que, ni que lo intentes con todo ímpetu, te puedes soltar de esas pinzas; son parte de tu organismo, estás conectado a la fuente de poder y de allí no te saca nadie a menos que te desenchufen.
Pero lo peor del toque eléctrico (o lo mejor, según se mire) sobreviene después de la desconexión: una especie de euforia vibrante, un gusano de inmortalidad que posee al electrocutado.

Con los pelos de punta y con una sensación de que la descarga eléctrica había alterado químicamente los efectos del alcohol (para bien, piensa uno en esos momentos) nos fuimos a cenar media vaca cada uno a un restaurante argentino y le metimos vino tinto mendocino a la ecuación. Presos aún de la euforia y con la barriga llena (en exceso) decidimos comprar más vino, más cervezas, e irnos a casa de Genaro que vivía no muy lejos del restaurant. Allí Genarito nos puso una música fabulosa, la gente bailó, bebió, fumó, se deprimió, iba cayendo como barajitas, se despertaban, se sumaban de nuevo a la euforia colectiva, volvían a desfallecer. Y hubo un momento en el que Felipe, mirando al vacío desde el balcón, sumido en su propio barranco personal dijo una frase para la historia: “Chamo, es que yo soy tan de los 90 que a veces me dan ganas de morirme”. Dicho esto, con el vértigo que da a esas horas de la madrugada saber que se está acabando el alcohol, salió con mi esposa a comprar más cervezas, más tabaco, más de todo, volvieron a los pocos minutos con 40 cervezas más y no sé cuántas cajas de Camel. Yo no los acompañé porque le tenía miedo a bajar las escaleras… bueno, y también a perderme en esa ciudad-planeta en esas condiciones y a esas horas.

Cuando empezaba a amanecer pedimos un taxi y volvimos al hotel. Hubo gente que no volvió, gente que se fue a otra parte, gente que se quedó a vivir con Genaro, gente que desapareció. La hermandad del desorden quedaba disuelta hasta que la resaca se encargara de recordarnos que debíamos volver a ser personas.

Nos juntamos de nuevo a la noche siguiente para una última cena antes de irnos al aeropuerto. Había gente que sencillamente no había vivido ese día, que a esas horas no eran más que muertos vivientes guiados por la memoria mecánica. Comimos japonés. Los más incautos –Víctor Hugo y yo- pedimos una aberración descomunal llamada “El roll del pirata” en cuyo interior se mezclaban todos los monstruos marinos imaginables (comestibles o no). Cuando acabamos la cena y llegó el taxi que nos llevaría al aeropuerto, Víctor Hugo comenzó a toser de una manera extraña, se rascaba la garganta y el paladar, carraspeaba como un perro al que se le ha quedado algo atascado en el gaznate. Bróder, qué te pasa, ¿te sientes mal?. Coño, creo que me cayó medio mal la comida. Tranquilo, pana, tómate este antialérgico que eso se te quita en 15 minutos. ¿Sí, tú crees? De bolas que sí, en un cuarto de hora estás perfecto. Dale, pues, gracias. Mejor tómate dos que te veo medio hinchado. Ah, mejor, me tomo dos entonces.

Pero cuando llegamos al aeropuerto y estábamos en el trámite de entrega de pasaportes en el mostrador de Aeroméxico, ya Víctor Hugo había mutado a su versión Mike Tyson. Tenía la nariz el doble de grande, rosetones por el cuello, los brazos y la cara, y algún monstruo cruel lo estaba soplando desde adentro con aire caliente. Chamo, yo creo que mejor te tomas dos antialérgicos más y un Tafil para que se te quiten los nervios. Coño, yo creo que me intoxiqué, me siento rarísimo. Tranquilo, métele más antialérgicos y una pastillita de estas para calmarte, ya verás que dentro de nada vas a estar fino…

Y en eso Carlos Roberto, ajeno a los nobles intentos por salvarle la vida a Víctor Hugo, exclamó: “Marico, mira a Pelé”. Y yo juraba que era un tipo que se parecía a Pelé, que en medio de aquella resaca anchilarga que aún cargábamos encima el pana se había alucinado que alguien era Pelé. Coño, pero cuando vi al sujeto en cuestión no me cupo dudas: ese carajo era el Rey Pelé. Fuimos invadidos en ese instante por el varoncito inconsciente que todo hombre lleva por dentro y que se activa inexplicablemente con pendejadas como “mira, ahí está Pelé”. Soltamos absolutamente todo, Carlos Roberto sacó su cámara, se la colgó al cuello a mi esposa: tómanos una foto con Pelé. Pelé, ¿te importa si nos tomamos una foto contigo? Sí, ya sabemos que el vuelo está a punto de dejarte, que tienes un lío de mil demonios porque necesitas estar en Sao Paulo mañana mismo; sí, también sabemos que este pana que se llama Víctor está a punto de morirse por una intoxicación con mariscos por andarse tragando rolls del pirata; pero nada de eso importa, lo único que importa en este momento es que nos digas que sí y te tomes una foto con nosotros.

Claire toma la foto y no sale el flash. Pelé se tiene que ir, realmente está a punto de perder el vuelo. Víctor Hugo carraspea y ensaya algo que se parece a una sonrisa pero los músculos faciales ya no dan. Carlos Roberto y yo abrazamos a Pelé (qué va, mi negro, usted no se va para ningún lado sin que antes tomemos esta foto). Claire carga el flash y vuelve a presionar el obturador.

Ahí queda para la posteridad la imagen, Víctor Hugo mutando progresivamente hacia otra cosa. Él aún no lo sabe, pero esa noche el único que perderá el vuelo será él. Gracias a la insistencia de Claire -quien a la larga le salvará la vida- acabamos buscando a la doctora de guardia del aeropuerto. La mujer, apenas ve al intoxicado, se niega en redondo a permitir que se suba en un vuelo de 5 horas. Es en serio, hay que atenderlo ya porque se puede morir. Víctor pasará la noche en un hospital y con un coctel de fármacos en una vía hacia la vena. (Lástima, yo era partidario de más antialérgicos y más Tafil). Claire lo soluciona todo y calma a eso que conocíamos como Víctor Hugo con una mano en la frente.

Nosotros nos quedamos agitando las manos en gesto de despedida mientras los paramédicos se lo llevan en camilla, con suero y respirador. “Bróder, tenemos una foto con Pelé. Qué belleza”.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Documento de falsedad




Nanook, el esquimal (Robert Flaherty, 1921) es considerada la primera película documental de la historia del cine. Esto no es del todo cierto, pues anteriormente ya se habían filmado otros documentales pero, como suele suceder, ninguno tuvo la difusión ni el éxito de esa película “documental” dirigida por Flaherty. Ocurre con Nanook lo que ocurre con la fecha a la que se le adjudica el nacimiento del cine: 28 de diciembre de 1895 (un guiño histórico que haya sido precisamente el día de los inocentes) pues en esa fecha, citando a Jean-Luc Godard, realmente no nace el cine, lo que nace es la taquilla. Ese día, por primera vez en la historia, se cobró una entrada para que un colectivo de espectadores pudiera ver los primeros filmes de los hermanos Lumière; y sí, es cierto que se divirtieron un montón con la emperifollada salida de los trabajadores de la fábrica Lumière y que se asustaron otro tanto con la llegada del tren a la estación al pensar que aquel bólido metálico se les abalanzaba encima. Ciertamente fue un momento histórico el hecho de haber pagado una entrada para que una proyección sobre la pantalla del teatro oscuro los sometiera colectivamente a semejante montaña rusa de emociones; pero el cine ya existía, simplemente quedaba bautizado ese día bajo la bendición de la primera taquilla cinematográfica.

El gran Bob Flaherty, a quien el cine le debe tanto, era realmente un ingeniero de minas que estaba haciendo un trabajo de exploración en la bahía de Hudson, Canadá. En 1913 su jefe, el adinerado William McKenzie, le propone llevar para su tercera expedición al área una cámara de cine para registrar la vida de la comunidad Inuit oriunda de la zona. Se trataba de una película de encargo, incluso se podría decir –aunque el término estaba a siglos de acuñarse- que era un audiovisual corporativo. Flaherty se pasó una larga temporada con los Allakariallak y estrechó lazos con a quien hoy conocemos como Nanook y sus familiares, se dedicó a registrarlos con su cámara mientras cazaban focas, mientras construían su iglú, mientras daban de comer a sus perros de trineo. Pero quiso la mala fortuna que una colilla mal apagada de un cigarrillo del propio Flaherty cayera sobre las cintas filmadas, en segundos ardió toda la evidencia que durante meses había recogido para la posteridad (una posteridad que nunca llegó, o que llegó por caminos alternativos, pues esas filmaciones originales jamás llegaron a verse). Flaherty volvió donde su jefazo con las manos vacías y éste le volvió a exigir que regresara con Nanook y compañía para volver a filmarlo todo, ahora con menos tiempo y con menor presupuesto. Entonces Flaherty, ya muy consciente de lo que le interesaba y de lo que podía hacer, volvió con sus Allakariallak pero para hacer esta vez un falso documental. Toda la película que conocemos es una puesta en escena, calculada plano a plano, escena por escena, una realidad ordenada y al servicio de un guión cinematográfico.

Sin mayores pérdidas de tiempo procedieron de nuevo a reproducir ante la lente de la cámara la construcción del iglú de Nanook, pero sólo la mitad, de manera que la cámara de Flaherty pudiera entrar en su interior para filmar su supuesta culminación desde dentro. De la misma manera, se puso en escena –como en cualquier película de ficción- la cacería de la foca, la alimentación de los perros esquimales, las secuencias de los Inuit comiendo alrededor del fuego: “Nanook, tú entras por este lado, no más a la derecha, dos pasos más, allí no que me tapas la foca, aquí para que se vea el agujero que abriste en el hielo, vamos a repetir la escena pero esta vez no mires a cámara, actúa como si no estuvieras actuando”.

Toda una ironía que el primer documental, la película que sirve de piedra angular sobre la que se levanta el cine de no ficción, el llamado “cine de lo real”, haya sido una puesta en escena que se disfraza y se maquilla como documento de realidad. En pocas palabras: el primer gran documental no es otra cosa que un falso documental.

Con el paso de los años el falso documental (también llamado a veces mockumentary) fue afinándose y ocupando su espacio como una de las propuestas más agudas, divertidas, paródicas y reflexivas del género. Una de las expresiones cinematográficas que más nos ayuda a pensar sobre los mecanismos de construcción y los códigos cinematográficos, una verdadera puesta en abismo que nos permite reflexionar sobre la naturaleza de eso que llamamos no sólo cine documental, sino “cine” a secas. El falso documental es una suerte de travesti artístico, una obra que está disfrazada, que le quita las ropas prestadas a eso que conocemos como no ficción, como documental, como cine de lo real, pero que en el fondo es una película de ficción con un guión muy bien definido, con actuaciones rigurosamente dirigidas para que no parezcan tales y con una puesta en escena muy bien diseñada a la que a veces prácticamente no le podemos ver las costuras.

Hay falsos documentales que se señalan a sí mismos con el dedo y hacen gestos alevosos para gritarnos “soy un falso documental”. A veces, con toda premeditación y consciencia,  esos guiños son muy leves, construidos con máxima delicadeza, casi imperceptibles; de manera que sólo un ojo muy crítico y bien aguzado es capaz de decir: descreo de este documento de supuesta realidad porque tengo conocimientos y evidencias  que me permiten desmontarlo. Y al final, el vértigo, podemos acabar sospechando de todo documental y pensando que eso que llamamos documental no es otra cosa que un género muy bien codificado, como lo es la narrativa disfrazada de Historia o como esos supuestos reportajes periodísticos cuidadosamente sesgados y manipulados para engatusar al espectador.

Hoy día, un sujeto crítico y debidamente formado, se enfrenta a Nanook, el equimal y es capaz perfectamente de percibir que se trata de un montaje sin necesidad de que le cuenten la anécdota de las filmaciones originales que sucumbieron bajo los efectos de la colilla de Flaherty. Simplemente tiene el criterio y las herramientas para desconstruirlo.

Y todo esto lleva a pensar en que hemos desarrollado esa mirada reflexiva y crítica para blindarnos contra ciertas obras audiovisuales y así ser capaces de descreer de ellas, pero padecemos de una ceguera crónica (quién sabe si selectiva) para percibir la falsedad de otros documentos, de otras historias que nos pretenden vender. La proliferación actual de “democracias” que no son otra cosa que dictaduras o autocracias bien disfrazadas con los ropajes y maquillajes característicos de lo “democrático” son una muestra contundente. Y preocupa, preocupa un montón, que a estas alturas no hayamos desarrollado un ojo crítico para desmontarlas, para saber reírnos de ellas o señalarlas pertinentemente con el dedo: “señores, no se crean la fachada, miren las costuras del disfraz, es obvio que se trata de otro falso documental”.