miércoles, 24 de abril de 2013

El tío Robertico.



Hubo una época en mi vida –de la cual no me enorgullezco pero sí debo asumir con absoluta desvergüenza– en la que si me decías que no habías escuchado a The Cure dejaba de hablarte. Fin de la conversación, a buscarse otro interlocutor, es que sería imposible la edificación de un puente entre nosotros si faltaba esa piedra angular. Con el tiempo me fui haciendo más tolerante, se te podía perdonar el mal gusto musical si mostrabas buen gusto en otros ámbitos (ahora bien, eso no cambia, si The Cure nos hermana pues muchísimo mejor).

El pasado domingo 21 de abril logré finalmente saldar una deuda histórica conmigo mismo: ir a un concierto de The Cure para verlos en directo. Era (me perdonarás la sensiblería) la consumación de un sueño que arrastraba desde la adolescencia. Sin embargo, en medio de la emoción, iba también preparado para el desencanto; porque cuando se tienen tantas ganas durante tantísimo tiempo al final es realmente difícil que la realidad logre estar a la altura de las expectativas. Y, como siempre pasa, la realidad se encargó de modificar la fantasía. Lo que vivimos esa noche se pareció, a veces, a eso que teníamos en mente, pero definitivamente se encargó también de echarnos en cara que se trataba de algo muy distinto.

Empezaré por el sismo. Sí, porque pocos minutos antes de que Robert Smith y su banda salieran al escenario, ocurrió un temblor de 6 grados en la escala de Richter. No, no es una metáfora ni una licencia literaria, esa noche la tierra tembló. Mi esposa que es especialmente sensible a estos fenómenos me lo comentó con toda calma mientras miraba algo en su celular: “Está temblando”. Durante un minuto entero hubo gente que se asustó y comenzó a hiperventilar, hubo gente que aprovechó el movimiento para hacer la ola, hubo murmullos y voces de tensión mal disfrazada de aplomo, hubo mareos y, sobre todo, hubo un efecto de mecedora brutal que hizo oscilar las torres donde se sostenían las luces y las bocinas. Cuando el movimiento telúrico cedió fue sustituido por “la camaradería de los sobrevivientes”; esas risas, esos chistes, ese interés por el otro que se despierta entre todos los que acaban de compartir un susto monumental. Eso sí, el joven con sobrepeso y con un peinado engominado (de esos que tienen su propia atmósfera particular) que estaba en la fila delantera decidió que ya era suficiente de emociones fuertes, cogió a su novia por el brazo y se fue sin ver a La Cura.  Para el resto de nosotros el temblor no era otra cosa que el preludio perfecto para una noche imborrable.

Y entonces finalmente salió The Cure, sin teloneros ni previo aviso, e hicieron durante cuatro horas y media lo que les dio la gana. Literalmente. Es muy difícil, prácticamente imposible, traducir en palabras lo que fue aquello. No sólo porque la música es intraducible, sino porque aquello era aún más que música: era como un extraño montaje operático. Una montaña rusa delirante en cuyo recorrido tuvimos tiempo para asustarnos, deprimirnos, ponernos nostálgicos, cantar, bailar, reír, entristecernos, angustiarnos. The Cure no tocaba un concierto para complacer a su público, sino que Robert Smith (quien cumplía 53 años esa precisa noche) había decidido tocar el concierto que le daba su más soberana gana. Por momentos fue un espectáculo exclusivamente dirigido a los seguidores del culto, en otros fue lo que la masa esperaba, en otros fue como un acto de propia reafirmación “¿Vinieron a vernos? Pues ahora se calan lo que somos, les guste o no”.

Hay algo en The Cure, y especialmente en Robert Smith, que resulta en una dicotomía tan imposible como fascinante: una oscuridad entrañable. Algo que logra mezclar en su más divina proporción lo tenebroso y la ternura. No me refiero a esa espantosidad mórbida pero al mismo tiempo punta roma y con colores pasteles que ha asumido la tribu de los Emos. Tampoco a esos intentos fallidos en los que lamentablemente ha incurrido la propuesta estética de Tim Burton en la que lo gótico se nos disfraza de chistecito amable o de penumbra pop. Esto de Robertico es algo mucho más complejo, infinitamente más auténtico y más sofisticado. Smith se ha encargado con su look, su música y sus líricas de construir un personaje único e inimitable, un artista en el sentido cabal del término. No tengo dudas al asegurar de que se trata de uno de los artistas más importantes, influyentes y de mayor estilo propio que haya parido la contemporaneidad.

Robert Smith baila como una marioneta, grita, aúlla, hace chasquidos, toca su guitarra –con una postura corporal rarísima– sin esfuerzo alguno para arrancarle un sonido de aparente simpleza pero que nadie más ha logrado reproducir; es como un monstruo entrañable que se ha construido a sí mismo al tiempo que ha permitido que sus cultores lo construyamos. Parece un mito corporeizado, un actor único que se ha colado desde los ámbitos de la ficción hasta esta realidad. Como si finalmente pudiéramos ver en carne y hueso a una criatura desprendida de un bestiario que por accidente cae en esta Tierra (y sí, da miedo, susto mezclado con risa, pero al mismo tiempo dan ganas prodigiosas de adoptarlo para llevárselo a casa).

Al finalizar el concierto se veían las caras de impresión entre los asistentes, algo a medio camino entre la carcajada, el agradecimiento, la extrañeza. Mucho también de saudade, esa sabrosa melancolía, porque pasamos tantísimo tiempo esperando para ver a La Cura y finalmente la vimos (la padecimos, la gozamos, la tocamos) pero ahora nos tocaba despedirnos de ella hasta quién sabe cuándo. Porque Robertico está viejo, todos lo estamos ya, imagina tú cuándo la vida se va a dignar a juntarnos otra vez.

En el camino hacia el carro mi esposa comentó: “Me encantaría incorporar a Robert Smith a la familia. Que fuera algo así como el Tío Roberto con el que se comparte la sobremesa cada domingo”. No podría estar más de acuerdo, esa frase lo sintetiza todo. Salud.

miércoles, 17 de abril de 2013

Con plomo en el ala


Como ya todos saben los venezolanos nos sometimos a elecciones una vez más el pasado domingo 14 de abril. Vamos a dejarnos de cuentos con esa cursilería de la “fiesta democrática” y “la jornada cívica ejemplar”, los procesos electorales en Venezuela son un padecimiento, una cosa a la que nos sometemos debidamente apertrechados de un coctel donde nos la ingeniamos para mezclar el sufrimiento y la esperanza. No nos queda otra: votamos aunque sabemos que el organismo electoral, ese supuesto árbitro neutral, no es otra cosa que un Ministerio de Elecciones que está descaradamente al servicio de quienes ostentan el poder. Votamos porque la inmensa mayoría de los venezolanos no sabemos ni queremos saber de balas, bombas Molotov, conspiraciones ni golpes de estado. Somos un pueblo de una resiliencia pasmosa: nos sobreponemos a los traumas con una tenacidad insólita, nos caemos y nos volvemos a levantar, nos resquebrajan y nos rearmamos, nos fragmentan y nos reagrupamos; parafraseando al Dinosaurio de Monterroso: “y cuando nos despertamos, la esperanza todavía sigue allí”.  Y ahí vamos otra vez.

Algunos fuimos a votar ese día con la triste convicción de que sería en vano, entregados a encarar una causa perdida; pero no por sentirnos minoría sino porque sabíamos que con ese árbitro vendido y con toda la maquinaria del estado puesta al servicio del candidato Maduro sería titánica la tarea de remontar la empinadísima cuesta. Sin embargo, había que ponerse de nuevo el traje de Sísifos, asumir con toda dignidad la más absurda y estéril de las tareas, arrastrar una pesada roca hasta la cumbre de la montaña para luego verla despeñarse apenas coronada la cima. Además, nuestro candidato Henrique Capriles Radonski lo merecía, literalmente se había dejado el pellejo -tal como lo prometió- durante una campaña infinitamente desequilibrada e injusta. Me tomaré la libertad de hablar por quienes votamos por su causa: jamás nos habíamos sentido tan identificados ni tan bien representados por líder político alguno. Nos tocaba pagarle la nobleza con idéntica nobleza, nos tocaba dejar el pellejo ahora a nosotros votando y custodiando esos votos.

Centenares de irregularidades se presentaron en esa jornada electoral: testigos de la Mesa de la Unidad (MUD) que fueron impedidos de cumplir con su trabajo a punta de pistola, decenas de máquinas de votación (sí, tenemos uno de los sistemas electorales automatizados más modernos y también menos fiables del mundo) que no funcionaron o que funcionaron sospechosamente mal, centros de votación donde “votaron” centenares de electores que no estaban inscritos allí, todo ello sumado al amedrentamiento grosero por parte de grupos violentos adeptos al gobierno que con sus motos, sus armas y sus consignas embestían contra los ciudadanos que querían votar. Y sin embargo, a pesar del ventajismo y el desmadre (hechos ante los cuales el organismo electoral aplicaba su característica ceguera selectiva), soplaban vientos favorables para Henrique Capriles. Sería, seguramente, una victoria por un margen estrecho, lo que implicaría el lógico y justo recuento voto por voto del 100% de las papeletas depositadas en las urnas electorales.

El Consejo Nacional Electoral, sumiso ante las directrices del partido de gobierno, decidió dar a altas horas de la noche un boletín oficial “con tendencia irreversible” donde daban ganador al candidato oficialista Nicolás Maduro por escasos 230 mil votos. Ni siquiera se habían tomado en cuenta los votos de venezolanos en el exterior, lo que haría aún más estrecha la supuesta diferencia a favor de Maduro. El comando de campaña de Henrique Capriles manejaba (las sigue manejando) otras cifras, cifras que le daban el triunfo al candidato de la MUD. Insistimos: la lógica en democracia indica que lo justo, lo conveniente, lo pertinente en estos casos –tanto para una opción como para la otra- era garantizar una auditoría donde se contrastaran las boletas con las actas y con los cuadernos que sirven de respaldo al proceso electoral. Eso daría tranquilidad a la opción ganadora y calmaría a aquella que no había logrado la victoria. Llevar a cabo con absoluta transparencia ese proceso de auditoría del 100% de los votos es la única opción para que un candidato ganador tenga absoluta legitimidad y para que pueda comenzar a ejercer sus funciones sin plomo en el ala. Maduro, en la primera oportunidad que tuvo para dirigirse a la nación, ahora como “Presidente Electo” (y por favor hágase hincapié en las comillas) declaró que estaba a favor de esa auditoría, que exhortaba al CNE a ejecutarla a la brevedad; pero a las pocas horas reculó, salió corriendo a pedir consejo (ya sabemos que a Maduro lo “aconsejan” desde Cuba), luego procedió a desmentirse, se apresuró en ser proclamado en menos de 24 horas y en medio de un acto deplorable donde la oradora de orden fue la mismísima Tibisay Lucena, Presidenta del Consejo Nacional Electoral (La Ministro de Elecciones del régimen, llamemos a las cosas por su nombre).  Y en ese momento empezó a cocinarse un platillo infesto impregnado de la pestilencia del fraude: se cerrarían las opciones para el recuento de votos, quienes exigían el cumplimiento de ese derecho eran ahora “fascistas”, “golpistas”, “enemigos de la democracia” y enemigos de esa entelequia que nadie sabe con qué se come que ellos llaman “el pueblo” (por lo visto los 7 millones y tantos que votamos por Capriles, al menos la mitad del país y sumando, somos seres supraterrenales o bien una subespecie que no pertenece al pueblo venezolano). Se dio entonces rienda suelta a la persecución, a la ofensa, los primeros días de (des)gobierno de Maduro han estado signados por la protesta de sus opositores que no lo consideran legítimo hasta que no se haga de nuevo el conteo; pero sobre todo han estado caracterizados por la torpeza, el nerviosismo, el embrutecimiento y la radicalización del régimen, cosa que hace vaticinar los peores y más lamentables escenarios para el país.

Pienso, así lo he conversado con mi esposa durante estos días, que realmente lo que está en juego ya ni siquiera es la posibilidad de que Henrique Capriles sea reconocido como Presidente de Venezuela, sino lo que se está intentando ahora mismo es de desmontar algo inclusive más grande: el tinglado de una dictadura que se ha sabido valer (quién sabe desde cuándo) de una fachada de democracia e institucionalidad. El gobierno no hace otra cosa, con su necia negativa a la auditoría y con sus continuos atropellos a los ciudadanos que la exigen con toda legalidad, que evidenciar que tiene plomo en el ala. Y algo aún más grave para ellos: que el legado del “gigante Chávez” tiene pies de barro. La conducta lamentable del CNE siembra demasiadas suspicacias, ¿cómo no pensar que eso que están haciendo hoy no lo han estado haciendo durante años? ¿Cómo quieren que pensemos que la “limpieza” y la “transparencia” que ha caracterizado a este proceso electoral no han manchado a los anteriores que también han estado en manos de este mismo CNE? ¿A qué le temen si se sienten tan confiados en haber ganado ampliamente y en buena ley la contienda? Han tenido la oportunidad de hacer las cosas bien pero una vez más han elegido hacerlas mal, de la manera más turbia, la que más se presta al "aquí hay gato encerrado". Tibisay Lucena tiene mucho que explicar y será difícil que salga bien librada de ésta. Independientemente de lo que ocurra de ahora en adelante, hay un tufillo insoportable a fraude que arropará al CNE y a su candidato-proclamado-a-toda-urgencia Nicolás Maduro. Hagan lo que hagan, asuman sus responsabilidades o no, las cartas ya están echadas y no existe perfume, jabón ni desodorante que les logre maquillar la pestilencia.

Es la hora de la calma, de la política seria y de altura (algo que no hemos tenido en décadas), es el momento del largo aliento. La inmediatez, la violencia y los desmanes por salir ya, en pocas horas, de todo esto, no son de ninguna manera las cartas que tenemos que jugar. Hay que ser muy astutos, muy inteligentes, muy sensatos; independientemente de lo que pueda ocurrir mañana hay una ganancia que en lo absoluto es cosa menor: tenemos un líder que se ha consagrado y que se merece un voto de confianza más. Permitamos que haga lo que nos ha demostrado que sabe hacer con sus propios tiempos, estrategias y buenas artes. Ya las cosas, aunque no seamos capaces de verlo ahora mismo por lo convulsionado del panorama, se están decantando por su propio peso. Es una jugada maestra que amerita nuestro compromiso como equipo bien unificado y que finalmente podrá sentar las bases para una verdadera democracia en Venezuela. 

La esperanza, como en la caja de Pandora, se empeña en seguir allí.

jueves, 4 de abril de 2013

Autobiografía musical



Estoy convencido –es de las pocas verdades que aún sostengo de forma irreductible en esta vida– de que acabamos pareciéndonos, sobre todo, a la música que escuchamos. Como si esa sustancia musical, armada de sonidos, ruidos y silencios fuera también rica en un material genético que se nos inocula a través de los oídos para incorporarse armónicamente a nuestras cadenas del ADN.

Pero no todas las músicas son capaces de causar semejantes estragos (afortunados estragos, porque los accidentes sublimes también existen) en esa enorme reacción química que somos. Ante la inmensa mayoría de estímulos musicales reaccionamos con la activación de los más complejos mecanismos de defensa. Como si los anticuerpos de nuestro organismo también sirvieran para contrarrestar algunas infecciones al tiempo que caprichosamente deciden bajar la guardia y rendirse ante otras.

Encontrar nuestra música –esa que nos hace mella, la que nos significa algo especial, la que es capaz de desdoblarnos, emocionarnos, conmovernos, alegrarnos y construirnos toda una película insólita salida quién sabe de dónde en las cabezas– es una labor durísima. Una tarea de investigación que no se agota nunca. La vamos a gozar y padecer mientras tengamos vida. Estamos condenados felizmente a ello.  Un melómano –eso pienso– no es alguien que sabe mucho de música, no debería ser sinónimo de conocedor musical, sino alguien a quien la música le significa algo sustancial que le permite conocer al mundo desde un abordaje poco convencional y así llegar –con suerte– a conocerse mejor a sí mismo a través de esa materia musical que escucha y le obsesiona. Y que provoca, efecto colateral inevitable, la imperiosa necesidad de compartirla.

Se hace necesario entonces el intento de construcción de una autobiografía musical. Dar cuenta de cuáles fueron esos puntos de inflexión que musicalmente ayudaron a edificar la persona que somos. Qué fue lo que ocurrió para que en determinados instantes de la vida descubriéramos dónde estaba nuestra música y así, en un curioso pero también inevitable proceso de fascismo musical, decidiéramos: “esta es mi música, es la mejor de todas, quien también la escucha y la goza es de los nuestros; pobres de los otros condenados a escuchar basura”. Sí, a las cosas por su nombre, no nos pongamos con rodeos ni a dorar píldoras, el fascismo musical existe y quienes oyen otras cosas puede seguramente que tengan otras virtudes pero en materia musical están equivocados. Han escogido un mal camino.

En cierta oportunidad, sería yo un adolescente en aquellos días, tuve una discusión con mi hermana María Margarita (La Negra) que me dejaría marcado de por vida. Estábamos escuchando su música –que en aquellos tiempos juraba yo que también era la mía– y en ese instante, presa de esa euforia que pocas cosas como la música son capaces de detonar, ella sentenció: “A mí me encanta el rock porque es la música de mi generación”. A lo que yo respondí: “A mí también, porque yo también soy de la generación del rock”. Entonces me soltó una frase lapidaria que me demolió: “No, chamo, tu generación será la de otra música, quién sabe qué estarás oyendo tú cuando seas más grande”. Y su comentario me cayó pesadísimo, me dejó lesionado y ofendido (además de marginado, allí orillado al borde del camino, sin asidero musical); pero a la vuelta de unos años entendí que tenía toda la razón. Que me tocaba a mí encontrar mi propia música. Que si bien había temas que disfrutaba enormemente, esa era una música prestada; era la de mis padres, la de mis hermanas, la de los amigos, la que sonaba en la radio o la que escuchaba mi primo José Agustín (mi grandísimo mentor musical) mientras practicaba con su batería Yamaha de un negro que sólo tienen algunas perlas; pero definitivamente me tocaba a mí procurarme mi propio camino. Un trayecto de autodescubrimiento que apenas empezaba torpemente a recorrer.

La memoria es caprichosa, ya lo sabemos, se empeña en rescatar algunos picos de la existencia mientras deja sepultado en los valles del olvido todo lo demás, pero me parece recordar hoy que la culpa (ese grandísimo punto de inflexión donde hallé mi música y por consiguiente me hallé) la tuvo “Urgh, A Music War” (1981), un documental que compilaba las presentaciones en vivo de una cantidad insólita de bandas poco conocidas que habían servido de “teloneras” para abrir los conciertos de la gira mundial de The Police. No me explico cómo –insisto en que los accidentes sublimes también existen– esa cinta de VHS llegó a manos de mi primo, le echó una ojeada desinteresada y me la pasó: “Aquí hay un pocotón de vainas locas, dale un vistazo a ver si encuentras algo que te guste a ti”.

Me llevé aquel tesoro a casa y lo puse en el reproductor de VHS, le di play y ocurrió la magia. Sonó este tema de Wall of Voodoo, una banda de la que no tenía somera idea y que no se parecía ni estética ni musicalmente a nada de lo que hubiera oído en mi vida.

Desde ese instante, lo supe, ya no volvería a ser el mismo. La culpa, hay que echársela a alguien, sobre todo cuando enmascara un agradecimiento, es de la música y sus impactos en esos diminutos laboratorios del organismo. Es una excusa, digamos, de naturaleza química.