viernes, 21 de junio de 2013

Perdido en los códigos.



La primera vez que me percaté de que era lo mismo pero distinto fue con el Louder Than Bombs de The Smiths. Ese disco en acetato lo atesoraba desde hacía años, y cada vez que lo sacaba  de su estuche de cartón y luego de su sobre plástico -con punta de dedos y aguantando la respiración para no dañarlo- aquella pasta negra me invadía deliciosamente con un ligero olor a fluidos secos que hoy (macerado por la memoria) se me antoja delicioso. Era el olor de la verdad. Así sonaban Los Smiths de verdad. Pero ahora lo estrenaba en CD en mi flamante CD Player recién adquirido y aquello sonaba bien, impecable, pero definitivamente no era lo mismo. Sin duda, ese Louder Than Bombs en disco compacto traía la misma música que ya me sabía al dedillo gracias al acetato, pero no sonaba igual. Ni lejanamente. Algo crucial e inverbalizable se había perdido en esa transcodificación de lo analógico al nuevo soporte digital.

Hace un par de noches hablábamos con nuestro amigo Alberto Medina. Y Alberto nos explicaba con manzanas lo que pasaba matemáticamente con los soportes digitales. Resulta que son de una perfección imperfecta. El código binario traduce la información en ceros y unos, y aquello en lo analógico que era una curva armoniosa, orgánica, deliciosamente trazada, se convertía entonces en una escalera con peldaños simétricos alineados en quiebres de 90 grados. Como si hubiéramos sometido un tobogán a martillazos hasta convertirlo en una escalera mecánica.

El CD no puede sonar como el disco de vinilo por la sencilla razón de que se perdió la curva, hay todo un área cargada de sentido, de matices, portadora de piel y de verdad, que ya no puede estar allí porque el nuevo soporte solo entiende de ceros y unos; aquello que era curvilíneo y voluptuoso se vuelve en la traducción puro ángulo recto.

Aplíquese lo mismo al cine y a la fotografía. Por mayor resolución que tengan los nuevos formatos en alta definición se pierde el grano, se pierde la línea, los contornos siempre estarán ligeramente astillados. Había algo en esa reacción química de la vieja fotografía en rollos o del cine hecho en celuloide que interpretaba la realidad de una manera incomparable. Pensemos en los nitratos de plata reaccionando ante la luz, las partículas que se excitan, se transforman, mutan orgánicamente para convertirse en ese estímulo que la luz les sugiere. Eso ya no ocurre por más píxeles que tenga una cámara ni por más alta que sea la más alta definición.

No se trata simplemente de un asunto de nostalgia –que claro que sí, la hay- sino que científicamente, por medio de la matemática y sobre todo de la química, hay una explicación que nos deja claro que no pueden ser lo mismo. Como tampoco es lo mismo ilustrar en pantalla por medio de un software especializado que hacerlo a mano alzada en tinta sobre papel.

Mucho se habla también de la inminente desaparición del libro en papel en manos del libro electrónico. Que cada vez más leeremos en pantalla y que será, además, una lectura interactiva que se parece más a esa acción que ejecutamos cuando enfrentamos a una aplicación descargable que a la lectura tradicional tal como la hemos conocido. Estoy seguro de que, en el caso de la lectura, la transición definitiva de un soporte al otro será larga, estarán destinados libros y pantallas a convivir, a compartir espacios y nosotros estaremos felizmente condenados, por un buen rato, a saltar de uno al otro, de entrar y salir del papel a la pantalla de ida y de vuelta. No sé si para la música, la fotografía y el cine ya sea demasiado tarde, cada vez es mayor el número de nativos digitales que en su vida sabrán lo que es una foto extraída de un rollo o una película hecha en celuloide, tampoco del sonido lleno de curvas armoniosas, de matices y de esa verdad típica de las imperfecciones humanas. Hay una anécdota conmovedora de Lou Reed quien, al escuchar por primera vez la grabación de su más reciente disco, se largó a llorar como un niño en mitad del estudio; se tapaba la cara con las dos manos, negaba con la cabeza y decía, entre gimoteos, una y otra vez: “No, así no era. ¿Qué le hicieron a mi música?”

Quizá cuando abrimos un libro, olemos ese papel que alguna vez fue árbol, deslizamos los dedos y la vista por esas páginas que –físicamente- tenemos que atrapar en una pinza hecha con la rugosidad minúscula de nuestras huellas dactilares, alguna reacción química también ocurre. Una que entra por la punta de los dedos y también por los nervios ópticos estimulados por la fibra orgánica y por la tinta de ese artefacto llamado libro. Y que se parece un poco a la que ocurre cuando leemos en pantalla y deslizamos los dedos por esa superficie fría que imita al papel, que lo está traduciendo en ceros y unos, pero que definitivamente no es porque ha perdido las curvas y los códigos de la verdad. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hoy vuelvo a tener internet, desde el 21 habia perdido esta lectura. Como siempre una delicia a pesar que no está en libros viejos llenos de recuerdos y en discos de acetato, ja,ja como la música de los Smith.
Por eso estoy muy contenta,SMC