miércoles, 12 de junio de 2013

Vinotinto, más que fútbol



Perdimos un partido crucial anoche en casa contra Uruguay. No, no todo está perdido. La esperanza, como en la caja de Pandora, se empeña en quedarse allí, muy al fondo. Pero ya no depende exclusivamente de la Vinotinto, sino que entran en juego las matemáticas especulativas. Habrá que ganar los juegos que faltan y esperar a ver si Uruguay tropieza en los que le restan; toda una combinación casi delirante de resultados que nos permitan alcanzar el cuarto puesto (el de la clasificación directa) o por lo menos el quinto (para ir al repechaje). Seguimos rozando la posibilidad de la repesca, aunque –siendo francos– el sueño mundialista nos amaneció hoy varios kilómetros más lejos.

Y no son pocos los escépticos, sobre todo a quienes el fútbol no les interesa o les gusta poco, que no entienden lo del furor Vinotinto. No los culpo ni se los recrimino, la verdad, porque en lo personal me pasa más o menos lo mismo con el béisbol, en ese terreno me da bastante igual que gane uno u otro equipo y difícilmente me siento identificado con algún uniforme o pelotero (asunto de gustos, qué le vamos a hacer); pero sí me parece entender lo que significa la Vinotinto ahora mismo para un país tan golpeado como la Venezuela de estos tiempos. La Vinotinto acabó siendo más que simple fútbol, es una necesidad, es la metáfora de un futuro posible.

Recientemente miraba la última película de Steven Soderbergh, Side Effects (Efectos secundarios), y allí el personaje de Jude Law, quien interpreta a un psiquiatra, le decía a su paciente una frase que me hizo especial mella: “La depresión no es otra cosa que la ausencia de futuro”. Lo que quiere decir que nos deprimimos cuando dejamos de pensar que mañana las cosas pueden estar mejor.

Sí, es cierto, el único tiempo que realmente existe y debería importarnos es el presente, pero de alguna manera todo lo que hacemos hoy, ese motor que nos empuja a seguir queriendo estar vivos día tras días y a pesar de todo, es el sueño de que mañana nos puede estar esperando (en la misma medida en que lo vamos construyendo) un futuro mejor. El que se queda sin futuro, el que baja los brazos y deja de luchar por ese mañana mejor, se deprime. Se entrega. Deja de vivir en toda la extensión del término y se asume –a veces a su pesar– como un muerto en vida. “Para qué lo voy a seguir intentando, haga lo que haga y pase lo que pase nunca voy a salir de ésta ni estaré nunca mejor”. Y cuando eso se convierte en el modus vivendi no hay ya nada que hacer. No hay cura, no habrá cicatriz, no hay vida después de la crisis. Se nos activa entonces una especie de dimmer emocional y nuestras revoluciones vitales quedan condenadas a regularse en un mínimo; como un motor al que nunca se le acelera, nunca se le revoluciona, se quedará así en aletargada marcha por propia inercia hasta que se le agote el combustible y acabe por apagarse de una buena vez.

Para muchos el sueño mundialista de la Vinotinto es la excusa necesaria para seguir aferrados a la posibilidad de un futuro mejor. Es la metáfora del país posible que hoy no tenemos pero mañana quizá sí. Es el símbolo de lo que podríamos ser o llegar a ser. “Si esta camada maravillosa de jugadores que tenemos hoy puede, entonces nosotros también vamos a poder”. Necesitamos poder. El Mundial de fútbol no es un simple capricho, no se trata simplemente de que queremos llegar a esa instancia o que merecemos ya estar en un Mundial por primera vez, sino que necesitamos como colectivo un logro de esas dimensiones. Sentirnos, al fin, partícipes de una hazaña que nos enorgullezca. Algo que vaya más allá de las misses, más allá de las bondades geográficas de Venezuela (todos los países las tienen) o de las delicias de la gastronomía nacional (en casi todos los países se come delicioso también) y más allá de los celebérrimos exabruptos de los payasos trágicos que nos han gobernado históricamente (eso tampoco es un producto autóctono y mucho menos uno para ufanarse).

Hace unos años, viendo la final de la Eurocopa 2004 disputada entre Portugal y Grecia, mi amigo Marco Texeira, oriundo de Albufeira al sur de Portugal, me decía: “Lo que pasa es que Portugal fue grande, pero ya no nos acordamos. No hay nada hoy que nos recuerde la grandeza que alguna vez tuvimos”. Yo estuve a punto de recordarle que jugaban contra Grecia y que, por favor, se imaginara lo que los griegos podrían decir al respecto; pero me callé, afortunadamente. Guardé silencio por dos razones: a los aficionados se les respeta, y también porque algo en sus palabras me contagiaba una profunda empatía. Nosotros, los comedores de arepas, crecimos escuchando y estudiando las proezas de los padres de la patria, los libertadores de América, la épica de unos señores nacidos en este pedazo del mundo que se fueron a caballo y a pie cruzando los Andes para independizar a medio continente; sí, nosotros también fuimos grandes pero no nos acordamos. Al igual que la esperanza, ese orgullo nacional se quedó también al fondo, muy al fondo, sepultado por la estupidez, asfixiado bajo varias capas de épicas vacías y la hiperinflación de gestas ridículas que más bien provocan risa o vergüenza.

Necesitamos de una proeza de la Vinotinto como necesitamos de artistas como Cruz-Diez, o como necesitamos de poetas como Rafael Cadenas, o como necesitamos de investigadores como el doctor Jacinto Convit. Gente que nos ponga en el mapa pero por otras razones que sean realmente loables. Necesitamos desesperadamente de esa construcción de una nueva bóveda celeste con otras estrellas, otras constelaciones, otros héroes y otros legados. Necesitamos, en fin, de razones para recordar que sí podemos volver a ser grandes. Que no lo somos, que nos falta mucho, que hoy las cosas están redomadamente jodidas pero mañana tal vez no.

Quién sabe, a lo mejor –como leía anoche en un análisis postpartido– lo que realmente necesitamos es quedarnos fuera del Mundial una vez más para así depositarle toda esa energía, toda esa garra, todos esos sueños de un mañana mejor a otros ámbitos que en nada tienen que ver con lo deportivo. Inventarnos todo un futuro nuevo, uno donde la Vinotinto mundialista no sea otra cosa que un añadido, la cereza que corona el pastel. Pero el fútbol, nos guste o no, sigue y seguirá siendo una metáfora de tantas otras cosas, un símbolo de esa lucha contra la depresión porque queremos seguir empeñados en la idea de que sí tenemos mañana. Y será bonito, será mejor, lo vamos a armar en una jugada colectiva y prodigiosa. Y lo vamos a celebrar, por fin, como un golazo.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bello final, tu siempre nos dejas una esperanza en medio de tanta tristeza: la huelga de estudiantes, los ataques a la UCV,la burla de la Sra Lucena, la espera judicial de la Jueza Afiuni sumado ahora; la pérdida de anoche de la Vinotinto frente a Uruguay,por narrarte los acontecimientos actuales sin contar todos los anteriores de estos 14 años.

Maria Paula dijo...

Del tema fútbol pero no del tema:

Lectura para fanáticos de fútbol: Fever Pitch de Nick Hornby. Ese es el verdadero fanático, buen humor negro ademas.

Casi que me vuelvo fan del Arsenal y eso que no sigo mucho la Premier League.

Los gringos hicieron una peli basada en ese libro versión béisbol (WTF?).

Jose Urriola dijo...

Anónimo: Gracias por tu lectura y tu comentario. Un honor. Realmente lo de la Vinotinto significa un bálsamo, una luz al final del túnel, una razón para al fin sonreír en medio de tanto atropello y la sobredosis de desgracias. Un abrazo.

María Paula: gracias por tu comentario. No he leído Fever Pithc de Hornby pero es un autor que me gusta mucho. Me la buscaré. Disfruté enormemente de High Fidelity (tanto en libro como en película) y recientemente de Todo por una chica. Esa mezcla de música, fútbol y amor me resulta cercana y fascinante. Gracias de nuevo y un abrazo para ti.

Jose U.