jueves, 26 de septiembre de 2013

Sofía, la música.


Esta semana recibí la noticia de la muerte de mi prima, Sofía Ugueto Casanova, luego de una larga enfermedad. Y claro, como suele suceder en estos casos, uno piensa en el consuelo de que descansó, que seguramente estará mejor y que allá donde esté ahora seguro se encuentra muy bien acompañada por el comité de recepción de los que se fueron antes. Pero las muertes de los afectos siempre duelen y paradójicamente sirven de oportunidad para pensarse la vida en general y también la particular.

Siempre he pensado que las alianzas musicales son una variante peculiar de la amistad. Los aliados musicales no abundan –o al menos no en mi caso-, es esa gente a la que hay que descubrir, cuidar y cultivar con esmero; porque es prácticamente un milagro que otro también sienta como propio ese mismo universo íntimo de sonidos que lo constituye a uno. Eso fue lo que me unió a Sofía. Atesoro el recuerdo vívido de una reunión familiar en Santa Paula, en la casa de mi tía Evita, por allá en los años 80, cuando Sofía tomó posesión del equipo de sonido y puso a sonar una cassette TDK de 90 minutos con una selección alucinante de temas de Depeche Mode. Algunos ya los conocía, otros eran un descubrimiento absolutamente novedoso para mí. Me acerqué a Sofía y a sus amigos, a quienes había visto a la distancia durante horas, tímidamente apartado desde el refugio del rincón, y empezamos a hablar de música, de lo que nos gustaba, de las joyas extrañas que cada quien tenía en su repertorio y que de buena gana estábamos dispuestos a compartir.

A partir de ese momento surgió una complicidad entre nosotros, el vínculo de los aliados musicales. Y gracias a eso tuve la oportunidad de doblegar mi timidez crónica; conocí a los amigos de Sofía, compartí con las amigas de Sofía (algún día debería llevarse a cabo un estudio de qué es lo que hace que en Santa Paula se produzca semejante concentración de mujeres guapas), coincidimos en varios conciertos de la llamada movida underground de la Caracas de esos años, fuimos también al cine, y cada vez que nos encontrábamos, luego de los saludos de rigor, inevitablemente surgía una pregunta cargada de emoción reprimida: “Mira, y qué has oído de nuevo y de bueno por ahí, qué me recomiendas”.

El tiempo pasó, crecimos, lamentablemente nos fuimos viendo con menos frecuencia. Luego enfermó. Se hicieron cada vez más escasas las oportunidades para compartir. Hace pocos meses mi madre me contó una anécdota. Mi madre -que también es mi aliada musical, la primera de todas desde aquellos tiempos en los que me enseñó estando yo en pañales que el Pata Pata de Miriam Makeba era una de las cinco mejores canciones de la historia- tenía en el reproductor de su carro un CD con los temas del 2012 que había seleccionado para ella. Sonaba ese disco de fondo mientras mamá llevaba a tía Evita y a Sofía a hacer unas diligencias, entonces Sofía rompió el silencio en el que estaba sumida y dijo algo que mamá no entendió pero que mi tía Evita se encargó de traducir: “Margarita, que Sofía dice que le encanta la música”.

Tengo aquí sobre mi escritorio del D.F. mexicano un CD que le grabé a Sofía. Lo grabé hace un par de meses y no encontré la manera de enviarlo a Caracas para que lo recibiera. Es una selección en mp3 de casi 200 temas que seleccioné para ella, a manera de compensación por el vacío de tantos años sin cultivar nuestro nexo musical.

Sí, lo sé y me pesa, ya es tarde. Ya no lo escuchó. Aunque, quién sabe, quizá sí que lo oye. Allí donde esté tiene que haber una manera de escuchar toda la música del mundo sin necesidad de ponerla a sonar en reproductor alguno. Sofía seguro eligió, y se merece, esa versión del más alla. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Psicomagia inconsciente.


Desde hace 30 años, todos los miércoles a las 3.30 pm en el Café Le Temeraire de París, Alejandro Jodorowsky lee el tarot gratis a quienes se apunten o hagan la fila. Bueno, no sé si todavía lo hace, luego me comentaron que lo había cambiado por una página web y que ya lo de Le Temeraire, así en persona, se había acabado.

Arnau, un filósofo de carrera pero que se ganaba la vida lavando platos en el restaurante japonés donde trabajaba mi amiga Laura, me contó que había ido un miércoles a leerse las cartas en Le Temaraire con Jodorowsky. Y que el tipo le había recomendado, después de que el Tarot habló (y además dijo un montón de cosas horribles), hacer un acto psicomágico rarísimo para intentar superar las taras que Arnau traía en su árbol genealógico. Un asunto mal resuelto y arrastrado de generación en generación que involucraba a los abuelos de Arnau, a sus padres y a él mismo. La solución a los problemas de Arnau empezaría a partir de la ejecución de ese acto psicomágico. Una vaina muy loca donde tenía que desnudarse frente a las tumbas de sus ancestros y colocar, en cada una de ellas, una rosa pintada de negro y otra blanca. Ah, y que les dejara las espinas, y si se las clavaba y sangraba un poco pues mucho mejor.  Y Arnau no sólo le creyó, sino que le hizo caso. Acabó desnudo en plena noche otoñal, después de saltarse las rejas del cementerio y ser correteado por los perros guardianes, frente a las tumbas de su familia, clavándose las espinas, sangrando un poco y buscando un rayito de luz para no confundirse entre las rosas blancas y las negras (porque –al parecer- en la noche todas las rosas, como los gatos, son grises).

Arnau, mientras se tragaba una pastilla de MDMA (éxtasis al 100% de pureza) y se lanzaba desaforadamente a la pista a bailar una canción de los Sisters of Mercy, remató la historia con un: “Tío, y te juro que la movida del Jodo me ha funcionado de puta madre”.

Hoy, mientras me tumbo en la silla de la odontóloga y esperamos a que la anestesia me haga efecto, pienso que yo nunca he hecho un acto psicomágico. Miento, los he hecho; pero han sido todos inconscientes y sin tener a Jodorowsky ni lejanamente en la cabeza. Esta mañana me toca someterme a la sustitución de una amalgama rota de la muela 36 por una pieza de porcelana. Sí, de porcelana. Voy a tener una obra de Lladró –lo digo no sólo por la porcelana sino por el precio- metida en la boca, prácticamente en contacto con el nervio.

Así que, bajo los efectos de la anestesia y mientras me mordisqueo salvajemente (y sin enterarme) las paredes internas de la boca, pienso en los actos psicomágicos (sobre todo los inconscientes) y en porcelanas. Y pienso también en que a lo largo de la vida me han tocado amigos secretos realmente muy cuestionables. Tan cuestionables que podrían denominarse más bien “enemigos confesos” o “extraños declarados”. Una gente que te regala unas cosas rarísimas de esas que se no se parecen en lo absoluto al destinatario del obsequio. No sé si esa gente no me conocía o más bien lo que querían era joderme. Acumulé durante años de frustrantes juego del amigo secreto los discos más insólitos: los éxitos de Pecos Kanvas, “Un poco de amor” de Guillermo Dávila, “Ahora me toca a mí” del dúo Pimpinela –qué fuerte, esa gente eran hermanos-, varios discos de Trino Mora, algo de Camilo Sesto, creo que también algo de Juan Gabriel. Y yo abría aquellos regalos, sabiendo por la forma del paquete que se trataba de un vinilo, jurando que esta vez sí la habían pegado, que seguramente era algo de Judas Priest, de Rush, quién sabe si de The Cure y –vaya ilusión proporcional al desencanto posterior- hasta de Depeche Mode. Pero qué va. Les diré algo: a la gente se le conoce realmente por la cara que pone cuando no le gusta o no entiende el regalo. 

Y me quedaba entonces con aquella cosa infesta entre las manos, tratando de sonreír y de agradecer, mientras me preguntaba: “¿y ahora qué se supone que haga con esta mierda?”. Les digo otra cosa: eso de “a caballo regalado no se le mira el colmillo” lo inventó un cínico.

Algunos años más tarde, ya en la universidad, cobraron sentido esos regalos. Finalmente todo encajó y entendí. A cada una de las fiestas que daban mis amigos yo me llevaba uno de esos discos de mi forzada e indeseable colección. Si acaso había en aquella casa un tocadiscos, lo ponía a sonar cuando la gente estaba ya muy borracha. Nos reíamos y luego procedíamos a jugar al frisbee con ellos. Juego que siempre acababa con un ritual de destrucción del disco. Se trataba de un acto psicomágico inconsciente, un gesto de humilde depuración de la cultura. No nos caigamos a cuentos y dejemos las hipocresías aparte, eso que se llama gusto es el ejercicio soberano e irrenunciable de decir: yo salvo a esta gente al tiempo que desecho a los demás.

Mis allegados saben, por otra parte, que guardo desde los tiempos de “los amigos secretos” un sueño: el día que me sobre el dinero voy a comprar galgos de porcelana tamaño natural para regalárselos en sus cumpleaños. Un mamotreto espantoso, carísimo, pero que los obligue a lucirlo en las salas de sus casas. A pesar –y sobre todo especialmente- de que no peguen ni con cola. Se han salvado mis amigos de que no me sobre el dinero y que, cuando lo he tenido, no me he decidido a comprar toda una jauría de perros Lladró para obsequiárselos. No lo he hecho, a pesar de estar consciente hoy día de que ese acto psicomágico me ayudaría a saldar una deuda histórica con los amigos secretos que se comportaron como enemigos confesos o extraños declarados. Se me ocurre que sería un acto liberador, como el de Arnau con sus rosas en el cementerio.

La odontóloga encaja la pieza, la talla mil veces con su taladro, la pule con un aparato que me hace vibrar el cerebro. Calculo el dineral que me costará este asunto. Y también el sinnúmero de perritos de porcelana, diminutos y encaramados los unos sobre los otros, que ahora llevaré en la muela, justo allí, tan cerca del nervio. Este acto psicomágico no lo entiendo, es de una ironía cruel y creo que no está funcionando nada bien ¿Seguirá Jodorowsky en Le Temeraire? Qué lejos que me queda París hoy.