La primera vez que me percaté de que era lo
mismo pero distinto fue con el Louder Than Bombs de The Smiths. Ese disco en
acetato lo atesoraba desde hacía años, y cada vez que lo sacaba de su estuche de cartón y luego de su sobre
plástico -con punta de dedos y aguantando la respiración para no dañarlo-
aquella pasta negra me invadía deliciosamente con un ligero olor a fluidos secos
que hoy (macerado por la memoria) se me antoja delicioso. Era el olor de la
verdad. Así sonaban Los Smiths de verdad. Pero ahora lo estrenaba en CD en mi
flamante CD Player recién adquirido y aquello sonaba bien, impecable, pero
definitivamente no era lo mismo. Sin duda, ese Louder Than Bombs en disco
compacto traía la misma música que ya me sabía al dedillo gracias al acetato,
pero no sonaba igual. Ni lejanamente. Algo crucial e inverbalizable se había
perdido en esa transcodificación de lo analógico al nuevo soporte digital.
Hace un par de noches hablábamos con nuestro
amigo Alberto Medina. Y Alberto nos explicaba con manzanas lo que pasaba
matemáticamente con los soportes digitales. Resulta que son de una perfección
imperfecta. El código binario traduce la información en ceros y unos, y aquello
en lo analógico que era una curva armoniosa, orgánica, deliciosamente trazada,
se convertía entonces en una escalera con peldaños simétricos alineados en
quiebres de 90 grados. Como si hubiéramos sometido un tobogán a martillazos
hasta convertirlo en una escalera mecánica.
El CD no puede sonar como el disco de vinilo
por la sencilla razón de que se perdió la curva, hay todo un área cargada de
sentido, de matices, portadora de piel y de verdad, que ya no puede estar allí
porque el nuevo soporte solo entiende de ceros y unos; aquello que era
curvilíneo y voluptuoso se vuelve en la traducción puro ángulo recto.
Aplíquese lo mismo al cine y a la fotografía.
Por mayor resolución que tengan los nuevos formatos en alta definición se
pierde el grano, se pierde la línea, los contornos siempre estarán ligeramente
astillados. Había algo en esa reacción química de la vieja fotografía en rollos
o del cine hecho en celuloide que interpretaba la realidad de una manera
incomparable. Pensemos en los nitratos de plata reaccionando ante la luz, las
partículas que se excitan, se transforman, mutan orgánicamente para convertirse
en ese estímulo que la luz les sugiere. Eso ya no ocurre por más píxeles que
tenga una cámara ni por más alta que sea la más alta definición.
No se trata simplemente de un asunto de
nostalgia –que claro que sí, la hay- sino que científicamente, por medio de la
matemática y sobre todo de la química, hay una explicación que nos deja claro
que no pueden ser lo mismo. Como tampoco es lo mismo ilustrar en pantalla por
medio de un software especializado que hacerlo a mano alzada en tinta sobre
papel.
Mucho se habla también de la inminente
desaparición del libro en papel en manos del libro electrónico. Que cada vez
más leeremos en pantalla y que será, además, una lectura interactiva que se
parece más a esa acción que ejecutamos cuando enfrentamos a una aplicación
descargable que a la lectura tradicional tal como la hemos conocido. Estoy
seguro de que, en el caso de la lectura, la transición definitiva de un soporte
al otro será larga, estarán destinados libros y pantallas a convivir, a
compartir espacios y nosotros estaremos felizmente condenados, por un buen rato,
a saltar de uno al otro, de entrar y salir del papel a la pantalla de ida y de
vuelta. No sé si para la música, la fotografía y el cine ya sea demasiado
tarde, cada vez es mayor el número de nativos digitales que en su vida sabrán
lo que es una foto extraída de un rollo o una película hecha en celuloide,
tampoco del sonido lleno de curvas armoniosas, de matices y de esa verdad típica de las imperfecciones
humanas. Hay una anécdota conmovedora de Lou Reed quien, al escuchar por
primera vez la grabación de su más reciente disco, se largó a llorar como un
niño en mitad del estudio; se tapaba la cara con las dos manos, negaba con la
cabeza y decía, entre gimoteos, una y otra vez: “No, así no era. ¿Qué le
hicieron a mi música?”