viernes, 17 de octubre de 2014

Fue por los perros.


La fórmula es vieja pero no por ello ha dejado de causar efecto. Quizás sea imposible abordar el asunto sin recordar esos primeros minutos de 101 Dálmatas de Disney: el amor por los perros -y entre los perros- a veces trasciende el ámbito de lo canino y se cuela en el humano.

La historia va, más o menos, así: hace un año vivíamos en otro apartamento y mi ruta de caminata matutina era distinta. Como buen animal de costumbres que soy, salía todas las mañanas a la misma hora y con la misma lista musical sonando en los audífonos. A partir de allí se filmaba aproximadamente la misma película, en las mismas locaciones y con la misma banda sonora. Y como todos somos, con mayor o menor grado, animales de costumbres, pues resulta que te vas encontrando en el camino esencialmente a los mismos personajes también.

Aquí es donde entran en escena la Dama y el Vagabundo. La Dama es una chica guapísima dueña de una perrita que –como suele suceder- es su propia proyección pero en versión canina. El Vagabundo no es ningún vagabundo, simplemente es alguien que ha tomado a su perrito callejero como excusa para salir a correr todas las mañanas a ver si logra ganarle la batalla a su panza de cuarentón. En la escala del 1 al 10 ella es un 10 y él roza con esfuerzo el 4.  Cosa que podemos extrapolar en idéntica escala a sus mascotas. La de ella es como una collie miniatura (o tal vez sea de esa raza muy distinguida que acompaña a Helen Mirren en su interpretación de La Reina), mientras que el perrito de él es como un frankenstein rechoncho hecho con retazos de varios perros que no pegan ni cosidos a máquina. Pero el tipo –me refiero al perro- se tiene confianza, es simpaticazo; como suele sucedernos a los feos –independientemente de la especie a la que pertenezcamos- él también está en la imperiosa necesidad de construirse una personalidad atractiva porque con ese físico no tiene la mínima opción. Así que a fuerza de gracias, feromonas y una timidez que rebosa confianza, el perrito se fue ganando el afecto de la princesa canina con pedigrí nobiliario. 

Y yo pasaba por allí, por esa zona del parque, y veía a los perros jugar entre ellos mientras los amos, con incomodidad evidente, trataban de entablar una charla entre ellos en la medida en que sus hijos cuadrúpedos se entendían cada vez mejor.

La escena, filmada mentalmente y con la estrategia de un camarógrafo voyeur de cuya presencia jamás se enteraron, era realmente curiosa… porque, cómo negarlo, resultaba obvio que ese Vagabundo no hubiera tenido la más remota posibilidad de acercarse a semejante Dama si no hubiera sido por la osadía de su perro. En un bar, por ejemplo, el pobre hombre hubiera rebotado lastimosamente y hubiera ido a parar varios metros más allá. Al cabo de varias mañanas de caminata, la tensión y la incomodidad de los amos se fue transformando en algo que se parece un montón a la complicidad, como un raro reflejo de lo que ocurría varios centímetros más abajo con sus mascotas. Pero allí nos mudamos para otro apartamento y forzosamente tuve que abandonar mi rodaje donde había todo menos el registro.

Esta mañana retomé por accidente la filmación y la vida me regaló la secuencia final de la película. Tuve que pasar a buscar una correspondencia por el viejo apartamento y decidí hacer una vez más la vieja ruta que hacía meses no transitaba. Y entonces me los encontré a los cuatro en el mismo sector del parque. Los perros, libres de correas, retozaban sobre el césped e intentaban dominarse en una batalla feliz donde él siempre dejaba que ganara ella. Los amos miraban la escena desde un banquito. Ella tan guapa como siempre pero ligeramente más informal. Él con su misma panza y sus mismos intentos firmes por no ser gordo. Disimuladamente me detuve a distancia prudencial y simulé (creo que logré engañarme solamente a mí mismo) cambiar la música en el aparato con el fin de ganar algunos segundos. Lo suficiente como para darle tiempo a ella para que se levantara del asiento, llamara a su perra con la correa en mano porque seguramente se le hacía tarde, y entonces él le tomó la mano libre y no sé si se lo dijo realmente o yo me lo invento porque me lo quiero inventar pero sé que le dijo: “vente para acá y me das un beso”.  Y la atrajo hacia él y le encajó un beso con toda la boca, un beso impúdico, descarado, no apto para menores y sólo para algunos adultos. Puedo jurar que se notaba que no era el primer beso. Era uno más, de los tantos que ya se habían dado durante mis meses de ausencia.

No sé realmente por cuál razón exacta me sentí tan pero tan contento. Creo que es por algo que llamaremos solidaridad de género. Esa especie de indulgencia que ganamos con escapulario ajeno cuando un amigo te confiesa: “estoy saliendo con fulana que es una diosa, una nena de colores”. Y uno no tiene otro remedio que cagarse de risa, darle un golpe al amigo y decirle: “coño, qué suerte tienes, cabrón”.

Y hasta aquí llego yo. Como pasa siempre con las historias y los personajes, hay un punto en el que uno los suelta a plena conciencia de no haberlo contado todo lo bien que se podía, que el asunto está inacabado pero si no lo sueltas entonces no se acaba nunca o –lo peor- quedará condenado al borrón porque es un desastre y no vale ya la pena. Le tocará a ellos cuatro -damas y vagabundos bípedos y cuadrúpedos, todos ellos con suerte- asumir los capítulos y escenas que seguirán a partir de ahora. 

jueves, 2 de octubre de 2014

Error familiar.


Los personajes son dos hermanos: Matt y Tom. Matt es el mayor, y el alto,  y el delgado, y el que viste siempre los elegantes trajes y corbatas, y es que además es el líder de The National, una de las bandas de indie rock más importantes del momento. Tom es mucho más fácil de describir: es un don nadie. Porque Tom es 9 años menor, de la fauna de los gorditos metaleros, ése que nunca logró independizarse de sus padres y que se embute a presión en franelas negras que dicen Megadeth y cosas así. Y resulta que Matt, en gesto magnánimo digno de su altura, invita al pobre Tom a acompañarlos en una gira mundial de The National para que ayude con la logística, cargue los amplificadores, tenga por fin un oficio. Y como Tom es “cineasta” (ha hecho un par de películas caseras de terror gore, una cosa infumable que no han visto ni sus padres) entonces decide llevarse su camarita de video para hacerle un documental a The National.

Mistaken for Strangers (Tom Berninger, 2013) es la cosa que menos se parece en el mundo a lo que uno podría imaginar debería ser un documental sobre una banda de culto como The National. Qué va, aquí no vamos a ser testigos de la tensión entre los miembros del grupo durante la gira, tampoco vamos a padecer las dificultades del proceso creativo de unos músicos atormentados en su propia genialidad que se encuentran surfeando sobre la cresta de la ola, ni siquiera vamos a escuchar la cada vez más sólida y abrumadora obra musical de The National en sus conciertos masivos… no, esta es la película sobre un náufrago en su naufragio.

Y desde el principio de la película, en una escena que se repite con sus variantes una y otra vez, Matt (el famoso, el hermano alfa, el estructurado que se tiene confianza porque conoce ya las llaves para abrir las puertas del éxito en lo profesional, lo personal y en todos los  demás aspectos imaginables de la vida) interpela a su hermano menor para exigirle un concepto y una estructura para ese desastre de documental que el gordito pretende hacer. Y, por supuesto, Tom no lo tiene. No le interesa. Tom debe ser una de las 5 personas en el mundo a las que más a bola le sabe todo lo que tenga que ver con The National. Tom está allí -como un enorme bebé barbudo y barrigón- solamente porque se quiere divertir, quiere encontrar en esa gira todo lo que se supone que se debería conseguir en una gira de una súper banda: drogas, excesos, mujeres, fiestas, desmadres… pero se pasan los meses y pasan las ciudades y pasan los conciertos y nada que aparece ni un ápice de todo eso.  Tom se aburre mortalmente, intenta jugar al director de cine, graba cosas que a nadie importa ni mucho menos conviene, hace unas entrevistas patéticas donde formula las preguntas menos interesantes, las más torpes, las menos indicadas. Y todos los presentes, comenzando por su hermano mayor, comienzan a desesperarse. Más grave aún, se van convenciendo a pasos agigantados de que ha sido un terrible error involucrar a semejante bueno para nada en la aventura. No es que se perdieron esos reales, es que los utilizaron en su contra.

Y así, en una escena tan triste como aquella de la expulsión del Chavo del 8 de la vecindad, cuando le acusan injustamente de ratero, el pobre Tom también es echado de la gira: nadie te quiere, nadie te soporta, te trajimos para darte una oportunidad y la has desperdiciado, te vas ya para la casa de tus padres en Ohio y te metes tu peliculita por tu gordo culo.

Pobre Tom, es increíble cómo las cosas se han confabulado para salirle peor que pésimo. Esto es francamente impeorable.

Pero entonces -porque así son las familias y así funcionan los hermanos- Matt se conmueve algunos meses después al regresar de su exitosísima gira. Llama a su hermanito, le ofrece quedarse en su casa de Brooklyn y convertir el cuarto de juegos de su hermosa hijita (es que además Matt está casado con una rubia linda y tienen una niña preciosa) en una sala de edición para que Tom pueda terminar su película. Y hasta le ofrece un trato imposible de rehusar: antes del último concierto de The National en Nueva York, van a mandar a cerrar el auditorio, invitarán a una muy exclusiva audiencia, harán una premier por todo lo alto del documental.

Sí, seguro que ya se lo imaginan, estaba cantado: falla el proyector, la película no suena, la proyección acaba abruptamente antes de transcurrir los primeros 5 minutos. Y Matt entra en cólera: es que no puede ser, Tom de mierda, que no te hayas ido dos horas antes a revisar que todo estuviera en orden, es que no maduras, no quieres servir para nada, es tu culpa, sí, tu culpa pero porque tú te la has forjado segundo a segundo y torpeza tras torpeza. Tom recibe el regaño recostado sobre la cama y con absoluta resignación y lo único que responde, una vez recibido el aluvión moralizante de su hermano mayor, es: “Bueno, quizás esta sea una oportunidad para repensar mi película”.

Finalmente la película que vemos es el fruto –entrañable, conmovedor y genial- de ese fracaso. No es una película sobre The National, no es una película sobre el gran Matt Berninger, no es ni lejanamente el documental que todos esperábamos ver: es una película sobre la familia, sobre las relaciones fraternales, es una obra a medio camino entre lo cómico, lo angustioso y lo demoledor que significa ser el hermanito raro, el perdedor, el que está condenado a vivir bajo la sombra del otro que siempre ha sido el más grande y perfecto.

Y sí, Matt, tú eres el orgullo de la familia, tú eres la versión mejorada de todo eso que yo no soy ni pude ser, tú te llevaste por goleada todos los talentos y los buenos genes, pero yo tenía un as bajo la manga, algo que me saqué en el tiempo de descuento cuando ya el marcador iba 7 a 0 a tu favor, y te driblé con un túnel, me sacudí la marcación de todos los miembros de The National y de todos los millones de seguidores de la banda en todo el planeta, y entrando al área me hice un autopase de bombita y la rematé de media volea justo al ángulo de la portería. De los goles más insólitos y hermosos que se puedan marcar jamás. Sí, el de la honrilla, pero vaya golazo que me mandé. Me recordarán la vida entera por él. Eso es mi película.