viernes, 31 de julio de 2015

Con Borges en el metro.


Hoy a las 12.15 P.M. en un vagón de la línea rosada, en el trayecto entre Sevilla y Tacubaya, me tocó sentarme junto a un señor al que creí reconocer. De unos 75 años bien llevados. Elegantemente vestido con su traje gris y corbata negra. El pelo canoso engominado hacia atrás. Los ojos claros fijos al frente como si pudiera asomarse al vagón de más atrás. Me le quedé mirando sin disimulo hasta que logré incomodarlo, tanto que en un punto me tuvo que decir: “Espero que no se le haya perdido un viejo feo como yo”. Le dije que disculpara, que se me parecía mucho a alguien: “¿Nunca le han dicho que se parece mucho a Borges?”. El señor me mira con cara de tener la menor idea de qué estoy hablando, así que caigo en balbuceos para explicarme más de la cuenta: “Borges… Jorge Luis Borges… el escritor argentino, era así, más o menos de su estilo…” (logro arrepentirme a último segundo antes de soltarle que era ciego y embarrarla todavía más). Me sigue mirando con la misma cara de no entender nada y yo me quiero morir de la vergüenza. Me callo, paso el resto del trayecto regañándome mentalmente por estar mirando a la gente con semejante descaro y además intentar darles explicaciones.

El metro se detiene en la estación de Juanacatlán, el señor me hace señas de que se baja aquí. Cuando le cedo el paso, todavía con mi sonrisa avergonzada, el viejo me dice: espero que llegue usted a su casa bien, no se vaya a perder en las ruinas circulares o en el laberinto de Asterión.

Se abren las puertas, el hombre se aleja por el andén. Le miro apenas la nuca pero sé, lo sé, que se va riendo. 

Hoy me subí con Borges en el metro.

miércoles, 22 de julio de 2015

Acéfalo en la estética.


Hoy a las 9.10 de la mañana, en la calle Plinio, pasé por enfrente de eso que antes llamaban peluquería pero que ahora prefieren decirle “estética”. El lugar se encontraba desierto a esa hora, excepto por una mujer que le secaba y peinaba rabiosamente el pelo a otra. Lo hacía con tal violencia que la cabeza de la peinada se tambaleaba, amenazaba con desprenderse en cada golpe de cepillo y cada ráfaga de aire caliente. Y en ese momento, justo cuando me pasaba frente al ventanal, ocurrió lo inevitable: la cabeza cedió y se levantó por los aires, salió volando desprendida del cuerpo. Sólo entonces descubrí que la víctima de la belleza era un maniquí; con su cara tan maquillada, su peluca de un color imposible -ahora sin vida, sobre el piso, dos metros más allá-, y ese cuerpo desnudo y acéfalo, todavía sentado en la silla, esperando que lo terminaran de peinar para ponerse a trabajar.

miércoles, 8 de julio de 2015

Influencias de la repostería.

Ilustración de Ricardo Cie (@panamyor)

Hoy, 9:00 am en el Paseo de la Reforma, vi a una señora que tenía exactamente el mismo peinado que su perro poodle. Eran una obra de arte ambulante como hecha de azúcar y claras de huevo batidas, cosa que me dejó pensando en las influencias enormes que ha tenido la repostería en la estética.