miércoles, 30 de diciembre de 2015

En los hombros del padre.

Hija en la piernas de su madre, foto de Marie Claire Kushfe.


Nos habremos cruzado con ellos dos o tres veces durante las caminatas matutinas. Siempre por las inmediaciones del Museo Tamayo, específicamente cruzando el pedazo de bosque que une la calle Mahatma Gandhi con Rubén Darío. Él siempre va más adelante, con la niña montada a caballito sobre sus hombros, mientras la mujer los sigue pausadamente unos pasos atrás. Digamos que él es un flaco alto que parece sacado de la misma aldea gala de Astérix y Obelix, digamos que es de la raza de los que nacimos despeinados y también digamos que se asemeja un montón a un gancho de ropa metálico de esos que uno intentaba estirar hasta convertir en antena de bigote para la tele. Ella es japonesa, viste de negro o gris oscuro, no es especialmente guapa pero sí es de esas mujeres que carga encima una hermosura triste o una tristeza hermosa; una de esas, qué sé yo. La niña, de unos dos años, es la benévola mezcla de sus dos padres. Es una criatura hermosa, hecha como de porcelana con toque asiático, con ojos grises como platos; va desde las alturas, encaramada sobre su espigada montura, como una emperatriz a escala moviendo la manito para saludar a los mortales que pasamos allá abajo a sus pies. Esa niña es el producto de un experimento afable de Dios, quien seleccionó lo mejor de los progenitores y lo supo mezclar en una mañana fresca con buen humor y mucho sol.

Esa niña, es evidente, se siente grande y poderosa sobre los hombros del padre. Y además sabe que, en caso de cualquier complicación, está mamá en la retaguardia lista para lanzarse en clavado o deslizarse como quien roba la segunda con tal de atajarla en el aire como la más segura malla de contención.

Esa niña a caballito me ha recordado a mi papá y al niño paseando sobre sus hombros que alguna vez fui. Hoy, mientras le devolvía el saludo al momento de cruzarme con ella, sentí por un instante esa misma grandeza y esa misma sensación poderosa que alguna vez tuve sobre los hombros de mi padre. Recuerdo a papá que, cuando faltaba la mitad de la cuesta que nos llevaba sudorosa y jadeantemente a nuestra casa de La Boyera, me preguntaba: ¿Quieres sentarte a descansar en La Gran Piedra del Siéntese y Descanse o quieres que te lleve en caballito? Y a mí a veces me daba cosa con papá, porque se notaba que él también estaba cansado, que a lo mejor él hubiera votado por el descanso en la Gran Piedra, pero la verdad yo siempre iba a preferir la opción dos, la del caballito. Así que acababa trepándome a los hombros de mi viejo y desde allá arriba era Luke Skywalker y Frodo y también el niño marciano de la última de las Crónicas marcianas y un poco D’Artagnan y Bruce Lee, aunque también con un montón de Koji Kabuto controlando a Mazinger Z, todo eso a la vez.

Y también sentí, mientras apuraba mi camino a casa e iba dejando a la pequeña emperatriz galojaponesa atrás, que tenía unas ganas macizas y desesperadas de subirme a mi hija a caballito sobre los hombros. Que sí, ya lo sé, que no se puede, que apenas tiene dos meses, que tendré que esperar unos 24 meses más para poder ser protagonista de esa escena de la que ahora soy simple recordador o testigo. Pero lo cierto es que tuve ganas de hacerla sentir grande y poderosa sobre los hombros de su padre.

Hace exactamente 22 años, en la noche oscura del 30 al 31 de diciembre, murió papá. Han pasado exactamente 8030 días. Más de ocho mil días consecutivos en los que no he dejado de pensar en mi viejo ni una sola vez y en los que, al menos una vez al día, no le dedique algo de lo que haga o le pida algún consejo.

Me reconforta, sin embargo, la idea de imaginar (estuve a punto de escribir “saber”) que en algún universo paralelo, gracias a eso que Bioy Casares llamaba La trama celeste, un abuelo le está preguntando ahora mismo a su nieta: ¿Quieres sentarte a descansar en La Gran Piedra del Siéntese y Descanse o quieres que te lleve en caballito?