Ayer la Fiscal General de la República de Venezuela, Luisa Ortega
Díaz, citó en su memoria y cuenta ante la Asamblea Nacional a Víctor Hugo “el
poeta nicaragüense, autor de la obra Los Miserables”. Probablemente de las
barbaridades, crueldades y desmanes que ha cometido esta señora en el ejercicio
de su cargo, confundir a Víctor Hugo con Rubén Darío haya sido la más benigna e
insignificante de todas. Sin embargo, no deja de ser un gesto simbólico, una
metáfora que evidencia en pocos segundos y pocas letras pero con enorme
contundencia lo que ha sucedido en estos diecisiete años de chavismo en el
poder. Más que un acto de ignorancia –que por supuesto que lo es– estamos ante
un eslabón, otro más, de una cadena infinita de soberbias: la de la gente que
no ha ido a clases, no estudió, no hizo la tarea, no tiene somera idea qué
había que hacer en el trabajo, pero igual se presenta el día de la exposición y
toma la palabra porque está convencida de que todos en ese salón son más
pendejos que ella.
Sí, al mejor cazador se le escapa la liebre y ninguno de nosotros
está exento de cometer un gazapo o de equivocarse en una cita; pero cuando
estas meteduras de pata y estas sinvergonzonerías se convierten en cosa
cotidiana y sistemática entonces estamos ante un caso evidente de eso que sostiene
Margaret Atwood: a juzgar por los resultados, la estupidez es lo mismo que la
maldad. En el caso del chavismo, cosa en la que su máximo líder era una
eminencia y Maduro un alumno aventajado, podemos cambiar ‘estupidez’ por ‘ignorancia’
y ‘maldad’ por ‘perversión’ y el resultado sigue siendo idéntico. ¿Son así de
incultos? ¿Realmente son tan redomadamente ignorantes? ¿O será que se hacen los
estúpidos y los ignorantes para alcanzar mejor sus metas? Al final, diría la
escritora canadiense, poco importa; porque las consecuencias de una u otra cosa
son indistinguibles. Lo que verdaderamente debería preocuparnos es que quien ha
tomado la palabra con una verborrea vociferante y a chorro abierto ha decidido
que usted es un interlocutor realmente escaso, con poco o ningún criterio: el
ignorante que se tragará su buena dosis de estupidez regurgitada no es tanto el
que la profiere sino sus receptores. Y, oh tragedia, lo más grave, con alguna
frecuencia los regurgitados se lo tragan todo, se lo creen y hasta lo repiten.
No han sido pocas veces en estos largos diecisiete años de
chavismo en los que he tenido que tolerar a interlocutores -a veces, en otros
campos, muy sensatos, formados y competentes- esgrimiendo sus argumentos con
respecto a que Chávez era un hombre de gran cultura. Pues no, no lo era, ni
lejanamente; vamos por favor a desmontar ese mito y al desmontar esa piedra
angular del disparate vamos a hacer caer al monumental castillo que han
levantado a partir de tonterías y nadas. Chávez era un pésimo lector, y lo era
porque leía muy mal en sus dos acepciones: tenía esa cabeza rebosante de malas
lecturas y realizando, además, infames interpretaciones a partir de ellas.
Vamos a reconocerle, eso sí, que era un tipo carismático, era pico de oro, era
un cuentero que no hizo otra cosa en su vida que vivir del cuento; era, no lo
dudemos, uno de esos narradores capaces de construir una épica rimbombante y
con ribetes dorados a partir de la más absoluta nada, del más hondo y hueco
vacío. Como le escuché decir al profesor
Carlos Sandoval en una ocasión: Chávez fue, sobre todo, el autor de su propio
personaje, se armó -a punta de narrarse a sí mismo en clave de héroe- una épica
personal. Pero era eso, y nada más que eso, un cuento echado por un personaje
cuentero. Otro representante más de la raza de los impostores, como diría
Javier Cercas.
Digamos, en resumidas cuentas, que no solo la estupidez y la
maldad llegan a ser indistinguibles, sino que cada una es el camino ideal para
alcanzar a la otra. Ambas se comunican, se vinculan estrechamente, se
retroalimentan. La estupidez es el camino para consumar la maldad y la maldad
necesita mantenernos estúpidos. Porque sobre esa arcilla se moldea el hombre
nuevo que tanto necesitan para perpetuarse en el poder. Solamente el
pensamiento crítico impide que se solidifique esa sustancia infesta.