miércoles, 3 de febrero de 2016

Víctor Hugo, el nicaragüense.




Ayer la Fiscal General de la República de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, citó en su memoria y cuenta ante la Asamblea Nacional a Víctor Hugo “el poeta nicaragüense, autor de la obra Los Miserables”. Probablemente de las barbaridades, crueldades y desmanes que ha cometido esta señora en el ejercicio de su cargo, confundir a Víctor Hugo con Rubén Darío haya sido la más benigna e insignificante de todas. Sin embargo, no deja de ser un gesto simbólico, una metáfora que evidencia en pocos segundos y pocas letras pero con enorme contundencia lo que ha sucedido en estos diecisiete años de chavismo en el poder. Más que un acto de ignorancia –que por supuesto que lo es– estamos ante un eslabón, otro más, de una cadena infinita de soberbias: la de la gente que no ha ido a clases, no estudió, no hizo la tarea, no tiene somera idea qué había que hacer en el trabajo, pero igual se presenta el día de la exposición y toma la palabra porque está convencida de que todos en ese salón son más pendejos que ella.

Sí, al mejor cazador se le escapa la liebre y ninguno de nosotros está exento de cometer un gazapo o de equivocarse en una cita; pero cuando estas meteduras de pata y estas sinvergonzonerías se convierten en cosa cotidiana y sistemática entonces estamos ante un caso evidente de eso que sostiene Margaret Atwood: a juzgar por los resultados, la estupidez es lo mismo que la maldad. En el caso del chavismo, cosa en la que su máximo líder era una eminencia y Maduro un alumno aventajado, podemos cambiar ‘estupidez’ por ‘ignorancia’ y ‘maldad’ por ‘perversión’ y el resultado sigue siendo idéntico. ¿Son así de incultos? ¿Realmente son tan redomadamente ignorantes? ¿O será que se hacen los estúpidos y los ignorantes para alcanzar mejor sus metas? Al final, diría la escritora canadiense, poco importa; porque las consecuencias de una u otra cosa son indistinguibles. Lo que verdaderamente debería preocuparnos es que quien ha tomado la palabra con una verborrea vociferante y a chorro abierto ha decidido que usted es un interlocutor realmente escaso, con poco o ningún criterio: el ignorante que se tragará su buena dosis de estupidez regurgitada no es tanto el que la profiere sino sus receptores. Y, oh tragedia, lo más grave, con alguna frecuencia los regurgitados se lo tragan todo, se lo creen y hasta lo repiten.

No han sido pocas veces en estos largos diecisiete años de chavismo en los que he tenido que tolerar a interlocutores -a veces, en otros campos, muy sensatos, formados y competentes- esgrimiendo sus argumentos con respecto a que Chávez era un hombre de gran cultura. Pues no, no lo era, ni lejanamente; vamos por favor a desmontar ese mito y al desmontar esa piedra angular del disparate vamos a hacer caer al monumental castillo que han levantado a partir de tonterías y nadas. Chávez era un pésimo lector, y lo era porque leía muy mal en sus dos acepciones: tenía esa cabeza rebosante de malas lecturas y realizando, además, infames interpretaciones a partir de ellas. Vamos a reconocerle, eso sí, que era un tipo carismático, era pico de oro, era un cuentero que no hizo otra cosa en su vida que vivir del cuento; era, no lo dudemos, uno de esos narradores capaces de construir una épica rimbombante y con ribetes dorados a partir de la más absoluta nada, del más hondo y hueco vacío.  Como le escuché decir al profesor Carlos Sandoval en una ocasión: Chávez fue, sobre todo, el autor de su propio personaje, se armó -a punta de narrarse a sí mismo en clave de héroe- una épica personal. Pero era eso, y nada más que eso, un cuento echado por un personaje cuentero. Otro representante más de la raza de los impostores, como diría Javier Cercas.

Digamos, en resumidas cuentas, que no solo la estupidez y la maldad llegan a ser indistinguibles, sino que cada una es el camino ideal para alcanzar a la otra. Ambas se comunican, se vinculan estrechamente, se retroalimentan. La estupidez es el camino para consumar la maldad y la maldad necesita mantenernos estúpidos. Porque sobre esa arcilla se moldea el hombre nuevo que tanto necesitan para perpetuarse en el poder. Solamente el pensamiento crítico impide que se solidifique esa sustancia infesta.